as cifras del Inegi sobre el comportamiento del producto bruto interno confirman lo anunciado: en el primer semestre la caída de la actividad económica fue brutal y así debe haber ocurrido con el empleo y los ingresos de la gente. Ojalá y pronto contemos con mejores cuentas del instituto sobre las realidades del mundo laboral mexicano, porque la división entre formalidad e informalidad se ha vuelto convencional y poco útil para evaluar el desempeño económico y proyectarlo al estado de la sociedad en medio de la crisis. Las categorías al uso se desdoblan o superponen y las prácticas de sobrevivencia de las familias se vuelven cada vez más imaginativas, pero no logran dejar atrás el panorama de carencia y penuria que anunciaron las estimaciones del Coneval para 2008, antes de que la crisis estallara.
Volver sobre las implicaciones sociales de la tormenta desatada por la avaricia de Wall Street y alimentada por la necedad de los expertos en finanzas y la miopía de los economistas profesionales, no sobra. Advertir sobre el estado de la cuestión social mexicana y reclamar del Estado y de las fuerzas políticas su reconocimiento, es un paso obligado para trazar rutas que permitan capear el temporal, buscar puerto de auxilio y diseñar nuevas maneras de entender la economía y de actuar racionalmente sobre ella, buscando modular sus veleidades y suavizar sus oscilaciones, sobre todo cuando éstas se vuelven olas destructivas.
Las prédicas gubernamentales sobre el patriotismo, la solidaridad con los pobres o la salud amenazada, no pueden sustituir lo que el gobierno no ha querido hacer a la luz del día: admitir que la estrategia neoliberal del priísmo tardío, adoptada con peculiar alegría por el panismo pasmado, ya dio de sí, trátese del TLCAN tal y como está, o de la política monetaria de un solo mandato, o de la política fiscal obsesionada con evitar un déficit por demás inevitable.
Junto con esto, el grupo gobernante tendría que empezar a leer algo más que sus encuestas y tomar nota de que, tal vez por primera ocasión, muchos ciudadanos, tanto en el campo como en las urbes, articulan sus rezongos y descontentos en torno a la desigualdad, que remite indefectiblemente al tema mayor de la injusticia.
Si los pobres piden o no al gobierno es secundario, y no debe servir para insistir en el paternalismo
irredento del mexicano y otros culturalismos baratos. Hay en curso un sentimiento compartido por amplias capas de la sociedad de que la desigualdad no sólo es nuestra vergonzosa marca histórica, heredada de la Colonia, sino la clave del actual malestar con una cultura que se pretendió imponer como dominante y que el panismo adoptó como parte de su ilusoria victoria cultural
: un individualismo feroz, imitador del peor de los ensayados por los amos del universo
en Manhattan, poco o nada funcional para aceitar las máquinas y válvulas de los animal spirits mexicanos.
Éstos, como hemos podido percatarnos hasta el bochorno en estos años de la victoria neopanista, siguen de modo exacerbado la vieja maña patrimonialista y de la empleomanía en el Estado, sin que pueda detectarse una auténtica fiebre empresarial, de riesgo e inversión, en la ribera productiva o innovadora de la economía. Más que triunfo cultural, habría que hablar de una restauración infructuosa.
Han sido los servicios, muchos de ellos epidérmicos y sin conexión con la producción, o la chamba o el contrato con el sector público, las arenas preferidas, casi únicas, de herederos o recién llegados a la riqueza, casi siempre gracias al usufructo de los despojos que el panismo descubrió en un abrir y cerrar de ojos una vez que el PRI desalojase Los Pinos.
Guste o no, el panismo triunfante se acorrientó y pronto hizo su propia conversión al culto de Mamón. Allá, quién sabe dónde, quedaron las prendas republicanas o solidaristas, o del bien común. Cambio de piel o simple acomodo despojado de cualquier consideración ética, el alma panista real, gobernante y encuestívora, es ciertamente diferente de la que nos dejara el PRI en el recuerdo o la documentación del pesimismo, pero no encarna avance cultural o moral alguno.
La oferta del Presidente de vacunas por impuestos lleva esta cuestión al extremo. El gobierno no tiene por qué ni con qué, ni debe, ofrecer este intercambio de bienes y dones. Una táctica como ésta busca enfrentar sin mediaciones a los partidos y sus legisladores con la ciudadanía, y podría dar al traste con lo poco de República que como hábito o empeño nos quede.
De aquí la importancia crucial de que en el Congreso se sobrepongan a este clima, rechacen la otra idea funesta de que se vive una normalidad peculiar y asuman la emergencia económica y social como punto de toque para un esfuerzo real de cambio de la política y revisión de sus contenidos poniendo a lo social en el centro.
Si pudiéramos ir en esta dirección, tal vez sí podríamos hablar algún día de una transformación cultural debida a la democracia. No antes.