Opinión
Ver día anteriorJueves 24 de septiembre de 2009Ver día siguienteEdiciones anteriores
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La lengua de los muertos
L

a difícil situación del país y la proximidad de los festejos centenarios de la Independencia y la Revolución hace que se reflexione en la situación presente a partir del pasado. No falta quien aproveche las efemérides para humanizar a los héroes patrios haciendo hincapié en suciedades y defectos como si no fueran ya necesarios los ejemplos de valor y de virtud, y en cambio David Olguín plantea en La lengua de los muertos el enfrentamiento de dos visiones de hacer política y de amor patrio a partir de una situación que nunca existió realmente pero que ha quedado en el imaginario colectivo como un mito de mayor fuerza que la verdad histórica, ya que puede ser una síntesis de la barbarie de Aureliano Urrutia y del temple de Belisario Domínguez, que retrata a cabalidad a ambos personajes: la extirpación de la lengua del senador, que muriera desangrado, por parte del médico que fue secretario de Gobernación.

En su espléndida madurez como dramaturgo, Olguín rehuye la estructura lineal y ofrece el supuesto enfrentamiento casi como un ritual, en que ambos personajes, fuera de tiempo y de espacio reales, se reúnen cíclicamente para confrontar sus modos de entender el quehacer político. Se trata de una obra circular de final abierto que también tiene características de espiral en su construcción que va creciendo en intensidad. El texto tiene también connotaciones teatrales, momentos como de ensayo en que los actantes se alientan a hacer su parte, sabedores –como declaran explícitamente– de que su encuentro nunca ocurrió. Urrutia resulta el personaje más poderoso, dueño del destino del otro, de cuyo lenguaje de tribuno se burla, pero y también deseoso de exponer su devoción por Huerta y su pragmático sentido de la política, lo que en su pasado como secretario de Gobernación lo convirtió en sanguinario represor. Belisario Domínguez, quien conoce de antemano su destino y por momentos flaquea, es el ejemplo de la ética y la pureza de ideas llevadas hasta el sacrificio.

Junto a estos dos personajes, médicos ambos y de gran inteligencia, con sus contrapuestas ideas acerca del bien de la Nación –que en Aureliano Urrutia se manifiestan de manera retorcida, pero que finalmente existen– se encuentra ese bestial personaje, José Hernández Ramírez El Matarratas que cumple con una sentencia de las Memorias de Victoriano Huerta: ...los servicios de los malos son mejores que los de los buenos. El autor lo trata de manera caricaturesca en contraste con la dignidad con que reviste a los dos antagonistas, despojándolo de propósito de todo vestigio de humanidad como un signo de esos perturbados seres sacados de las alcantarillas de las que el régimen huertista echó mano para sus fines y que por desgracia todavía son utilizados para reprimir, violar y torturar a los opositores, como hechos de los últimos años lo demuestran. El matón luce un atuendo, en vestuario de Sergio Ruiz, contemporáneo de clase baja urbana, lo que ratifica lo anterior.

El autor dirige su obra. Un amplio espacio de piso negro y poco identificable –que podría ser el del encuentro suspendido en el mito–, con un cuadrado central de mármol que será el principal escenario, varios adminículos como de morgue y una escalera al fondo que muestra el lugar como un sótano, constituyen la excelente escenografía un tanto real, otro tanto simbólica en correspondencia al texto, con la mesa de carnicero y las cuchillas, de Gabriel Pascal que también ilumina. El trazo de David Olguín es limpio y sencillo e incluye algunas escenas de violencia en coreografía de Bruno Castillo, asesor de combate escénico, en contraste con la violencia en donde el mismo actor (Gerardo Taracena) que interpreta al Matarratas encarna a un Victoriano Huerta sin pantalones y con saco de uniforme, haciendo grotescos mohínes en una violenta caricatura de lo que éste y el poder usurpado significan, mientras se proyectan videos debidos a Rodrigo Espinosa, responsable también del diseño sonoro y Belisario escribe con sangre sobre su cuerpo su famoso discurso en una escena que nos saca de toda posible realidad. Excelente el desempeño de Rodolfo Guerrero como Urrutia y de Humberto Solórzano como Belisario Domínguez.