Sociedad y Justicia
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A la baja

Mar de Historias
E

ste mes cumplo 25 años de trabajar aquí. He pasado más tiempo en el salón de belleza que en mi casa. Muchas de mis clientas se han convertido en mis amigas. Me cuentan su vida y me hablan de sus problemas como si fuéramos de la familia. A veces no les basta con saberse escuchadas: quieren mi opinión. Cuando me siento incapaz de decirles algo que en verdad las ayude, les recomiendo que hablen con un especialista.

En otro tiempo algunas aceptaron mi sugerencia; ahora no lo hace ninguna. La situación económica está cada día más difícil. El dinero no alcanza para cubrir los gastos indispensables y sumarle uno más al presupuesto diario sería contraproducente. Entiendo estas razones, pero hay casos en los que más vale acudir con un siquiatra. Si yo estuviera en las circunstancias de Verónica, lo haría.

No me dijo que andaba en problemas, pero hace tiempo lo adiviné por la calidad de su cabello. En las mujeres es como un termómetro: se nos reseca, se nos vuelve quebradizo, se nos dificulta peinarlo y hasta se nos cae si estamos muy estresadas o tenemos muchas preocupaciones.

Cuando noté el cambio no le pedí a Verónica explicaciones, sólo le recomendé unos tratamientos. Lo único que me falta es quedarme calva, dijo, y se soltó llorando. Le pregunté qué le pasaba. No sé. A todas horas siento ganas de llorar. A veces se me salen las lágrimas sin darme cuenta. Mis compañeras del trabajo deben creer que estoy loca. También lo dice Anselmo, pero le juro que estoy bien. Se salió corriendo sin darme tiempo a ofrecerle un té o por lo menos un vaso de agua.

II

Verónica dejó de venir más de dos meses. Cuando reapareció traía las raíces muy crecidas y el pelo desteñido. Me pidió que se lo cortara porque, según ella, no tenía tiempo de cuidárselo largo. Elogié su melena, pero ella insistió. Le pregunté qué diría Anselmo cuando la viera pelona. No hizo comentarios. Sólo repitió: ¡córtemelo! Ni modo de contrariarla.

Le pedí que me esperara mientras terminaba de aplicar un tinte y le acerqué varias revistas para que eligiera un corte bonito y también con la esperanza de que mientras lo hacía cambiara de opinión: el cabello largo la favorece mucho.

Cuando me acerqué para atenderla vi las publicaciones sobre la mesa, tal como las había dejado. ¿No encontró nada? En vez de responderme dijo: las mujeres de mi familia no nacimos para el matrimonio. Todas acabaron divorciándose o separadas, y parece que terminaré igual. Volvió a llorar.

El salón, cosa rara, estaba lleno. Supuse que para Verónica sería muy molesto sentir la curiosidad de las otras clientas. Véngase, vámonos al gabinete donde hacemos el depilado. Allí estará más tranquila y podrá descansar mientras se calma. La ayudé a tenderse en la camilla. Iba a dejarla sola, pero me pidió que no me fuera. Entendí que necesitaba desahogarse. Sin embargo, no debía presionarla. Me acomodé en un banquito y esperé a que ella quisiera hablar. Tardó en hacerlo.

“¿Le pareció horrible lo que dije, verdad? Eso de que las mujeres de mi familia no nacimos para el matrimonio. Todas, por una cosa o por otra, terminamos igual: ¡solas! Nada menos mis tres hermanas perdieron a sus maridos, porque ellos se enredaron con otras señoras. Eso me parecía espantoso y ya ve ahora…”

Con mucho cuidado le pregunté si creía que Anselmo la engañaba. Verónica saltó de la camilla: lo hubiera preferido, sería menos humillante, menos difícil. Mis hermanas tuvieron que luchar contra otras mujeres; yo estoy batallando contra el mundo entero. En todas partes hay problemas económicos. Mientras se agravan, personas a las que ni siquiera conozco, o cuando mucho he visto en la tele, toman decisiones por allá, lejísimos, sin imaginarse que lo que ellos determinen destruirá la vida de personas como Anselmo y como yo. Confesé que sólo la entendía a medias.

III

Verónica se puso a alisar la sábana que cubría la camilla y habló con acento desmoralizado: ¡voy de ganancia! Anselmo no me entiende ni un cuarto, ni un gramo ¡ni nada! ¿Sabe por qué tuvimos un pleitazo anoche? ¡Porque el precio del azúcar subió al doble! ¿Es mi culpa? ¡No! Pero se quejó de que consumo demasiada. No es cierto. Por las mañanas, con el café, me gusta masticar una cucharadita. Últimamente es lo único dulce que pruebo durante el día. Le confieso que la vida con Anselmo se me ha vuelto amarga, insoportable. Supongo que a él le ocurre lo mismo porque hace tiempo me habló de que nos divorciáramos. Estuve de acuerdo. ¿Usted qué dice?

Fui sincera: que se están precipitando. No creo que una discusión por el alza del azúcar justifique un divorcio. Verónica se desesperó: “para él sí, sobre todo porque detrás de ese aumento hay otros: el de la carne, los jitomates, la luz, la tenencia, el predial, el teléfono. Las alzas le pesan como si él fuera el único que aporta dinero a la casa. Yo pongo todo lo que gano y sin embargo nunca me quejo ni le restrinjo nada. Él, en cambio, no hace otra cosa más que decirme lo que le cuesto. Habla como si viviera de aire… Para colmo, ¡me fisga todo el tiempo!”

Me pareció increíble que en medio de tantas presiones Anselmo la celara. Verónica se rió como llevaba mucho tiempo de no hacerlo: ¡olvídelo! Para él no existen otros hombres ni creo que le importara verme con alguien. No vigila mi comportamiento, sino mis compras. Quiere que sólo vaya al mercado los domingos, porque así puede acompañarme para ver en qué gasto y cuánto pusimos cada uno. Nos tardamos horas porque él recorre todos los puestos mirando precios y pidiendo rebajas. Hay veces en que me quiero morir de vergüenza y lo único que deseo es volver al departamento.

No lo conozco, pero Verónica me ha dicho que es muy pequeño hasta para ellos que nada más son dos porque aún no tienen hijos. Le pregunté cuántos años llevaban de casados: cinco, pero el último me ha parecido un siglo. Cada mañana que me levanto miro el día como si fuera una montaña altísima que tengo que escalar.

Eso debe ser horrible. Verónica me miró fijamente: no me siento una malvada o un monstruo por decirlo. Sé que cualquier mujer en mi situación pensaría lo mismo. Es comprensible porque, dígame: ¿a quién le gusta vivir pensando en cada centavo? Por las noches, cuando regresamos, Anselmo y yo no hablamos de otra cosa. Ah, bueno, sí: de la violencia, la inseguridad, la sequía, el desempleo. Y luego quiere que hagamos el amor. Pero, ¿con qué ánimo? Usted sabe que para eso se necesita cierta disposición, un ambiente romántico.

Por lo menos agradable, dije. Verónica desvió la mirada: “antes me permitía dejar una lamparita encendida, ahora no. Todo tiene que ser en la oscuridad. Hasta hace poco me horrorizaba pensar en que transcurrirían años sin que Anselmo y yo nos viéramos desnudos en la cama y en que cuando volviéramos a hacerlo –nada me lo garantiza, porque las tarifas van a seguir subiendo– nuestros cuerpos ya estarían ajados. Desde que decidimos separarnos pensé que al menos ya no tendré que preocuparme de eso”.

Por el tono comprendí que Verónica estaba realmente decidida a apartarse de Anselmo después de cinco años de matrimonio; sin embargo, me atreví a sugerirle que lo pensara. No tiene caso. He hecho hasta lo imposible por solucionar mis problemas con Anselmo. pero ha sido inútil. Estoy agotada. Si me quedo con él entonces sí me volveré loca. ¿Por qué no consultan con un especialista en conflictos de pareja? ¿Con qué dinero?

Durante unos minutos no dijimos más. Pensé que Verónica se había olvidado del corte, pero ella volvió a ordenármelo. Mientras se desprendían los mechones tuve la impresión de que también iba cayéndose a pedazos una etapa en la vida de Verónica.