ientras avanza la crisis devorando el bienestar y los horizontes de las mayorías, el señor Calderón redobla discursos y retaca tiempos en los medios con una que otra frase e imagen entresacada de los mismos. La angustia por encontrar el fondo a la caída se presenta como la última seguridad a desentrañar. Y en esas interrogantes sin aparente respuesta van quedando jirones enteros de su ya muy escasa credibilidad. En medio de este proceso malformado, el señor Carstens, que debía ser protagonista obligado, se extingue y su permanencia en la Secretaria de Hacienda es sujeto de especulaciones y pujas por doquier.
Al señor Calderón le urge anunciar, con precisión milimétrica si es posible, el punto de inflexión a partir del cual se verá la luz al fondo del túnel recesivo. Es incierto el motivo que mueve al michoacano del haiga sido como haiga sido a emprender tan fútil cruzada. Los grupos de presión no pueden ser los destinatarios de sus predicciones. Los personajes que integran esos cotos de poder tienen información de primera mano, tal vez de mejor calidad que la del Ejecutivo, y no requieren empujones alegres para actuar en consecuencia. Los depauperados poco le importan al altisonante señor Calderón. Estos abigarrados grupos olvidados por el modelo reinante permanecen muy ajenos al efecto comunicativo, impregnado de angélicas nuevas que les reparte a puñados electrónicos.
Las clases medias son las que han quedado atrapadas en la disputa y pueden, aunque sea una parte de ellas, ser un auditorio asequible a sus llamados de voluntarismo extremo. El cúmulo de amenazas al empleo y a la continuidad de los pequeños negocios, organismos de los cuales dependen en sus grandes números, tienen a los clasemedieros atemorizados al extremo. Se quieren apropiar, desean creer, en cualquier mentira piadosa como sedante a sus tribulaciones cotidianas. Éste puede ser el conjunto humano, el objetivo de las prédicas continuas del señor Calderón desde la distante atalaya de los medios masivos de comunicación, su terreno preferido.
Pero un segmento con seguridad mayoritario de ese agrupamiento de clase se mueve ahora fuera de los canales formales de la esfera productiva y la convivencia organizada. Unos, millones de ellos están en el desempleo abierto; otros engruesan el subempleo o se agolpan en la multitudinaria informalidad. Todos ellos recibirán las mentirosas plegarias calderonianas con muy poca alegría. Las esperanzas de volver a enchufarse a sus anteriores empresas o lugares de trabajo las miden, con realismo forzado, en años-distancias. Los clasemedieros que han caído en los amplios bolsones del de-samparo oficial, como los conformados por los sectores del turismo, el campo o las manufacturas por citar sólo algunos, andan a búsqueda desesperada de la sobrevivencia individual que, con la involución concomitante de valores, se dirigen hacia la ilegalidad o la ya contenida migración.
En realidad, los mensajes calderonianos tienen, quizá, una explicación coherente en cuanto que él mismo, con una infusión sustantiva de cinismo, se quiere convencer con sus propias palabras sin sustento. Sabe que las evidencias trabajaron en contra de la justicia distributiva durante los pasados dos años de su administración. Los datos conocidos le dicen, a las claras, que la pobreza se multiplicó. Los miserables aumentaron por millones y todo indica que ésa será la fatídica ruta futura. Los que siguen gozando de las riquezas acumuladas son, por tanto, menos cada día, y el egoísmo les acicatea las entrañas. Así las cosas, el señor Calderón desea, fervientemente, hacer oír su plegaria: ¡la crisis tocó fondo!, ¡la crisis ha sido superada! tal como él ya lo había advertido. Pero el mensaje implícito que va quedando es ineludible: después de la caída todo volverá a la normalidad, señores de mis atenciones, ésos que me pusieron donde estoy. La continuidad ofrecida por sus apoyos será la norma. Para eso llegó, junto con otros panistas amigos suyos, al poder. El reparto se hará entre los menos que van quedando y ellos quieren ser uno de los escogidos. Nada hay de qué preocuparse, el país de los privilegios para unos cuantos seguirá su indetenible destino.
Pero ni siquiera los curas católicos le compran tales predicciones. Sus numerosos aliados en la difusión, que responden de inmediato al dictado de la conveniencia y los efluvios que derraman los círculos selectos del poder, hacen discreto mutis. Otros muchos distraen sus corajes, sus envidias, su cinismo, para ningunear, con ferocidad inaudita disfrazada de humanas intenciones, al tal Juanito de Iztapalapa. Le suplican, lo sobornan, lo animan con perversidad, le aconsejan que no renuncie, que no deje tan redituable cargo delegacional. A nadie de estos analistas, locutores y conductores de la radio parece importarles la suerte de los habitantes de tan poblada delegación defeña. A muy pocos, poquísimos de esos consejeros, se les ocurre meditar sobre las preferencias y la voluntad del electorado que votó, por su propio designio, por la señora Brugada, la efectiva vencedora a quien se quiso, desde el oficialismo, dejar fuera de la contienda. Todo para darle una lección al Peje; para mostrarle, una vez más, su acta de defunción. Esta vez por las pendencias y peripecias de un Juanito que hasta hoy los ha defraudado y desoído mucho de la conseja malsana.
Y, mientras todo esto ocurre, los panistas se aglomeran ante las ventanillas de los privilegios burocráticos para capturar lo que caiga mientras caiga. Saben, a las ciertas, que tras los pleitos y el descontrol oficial habrá un favor con el cual traficar y hacer negocios. Las ansias por finiquitar con discursos la crisis que agobia no se dirigen al cambio estructural en pos de la justicia, sino a reponer lo que la anula y tergiversa. La torpe, suicida ruta hacia mucho más de lo mismo. Pedirles que definan una visión de país y actúen en consecuencia es ayuntarse a la quiebra que aqueja sus ambiciones desmedidas.