on algunas de las emociones que nos provoca el circo, espectáculo que ha fascinado a la humanidad desde hace siglos. Al ser eminentemente visual está más allá de la barrera del lenguaje, lo que lo hace la forma más pura del espectáculo y lo convierte en universal. Al ofrecer prácticamente todas las expresiones escénicas, resulta atractivo a niños y adultos.
Esto lo acabamos de comprobar en una reciente visita a la bien montada carpa que tiene el Circo Atayde Hermanos, en la calzada de Tlalpan, en la que era evidente el disfrute de todas las generaciones. Recordé mis visitas infantiles de la mano de mis abuelos, y ahora me vi yo, convertida en abuela, disfrutando del gozo de mis nietos y el mío propio, ya que es un espectáculo muy bien puesto, con excelentes artistas que, siguiendo la tradición familiar circense, hacen de todo. Encanta al público reconocer a la guapa acróbata que se vio en los aires o al malabarista, vender palomitas en el intermedio.
El Atayde, como se le suele llamar familiarmente, es un circo totalmente mexicano que el año pasado cumplió 120 años de haber sido fundado por don Aurelio Atayde Guízar, con sus hermanos, un 26 de agosto de 1888, y que ha sobrevivido a innumerables crisis y turbulencias, entre otras, la Revolución. En esa época se fueron de México circos como el del famoso Payaso Bell, un personaje extraordinario del que hablaremos más adelante.
Mientras Bell trataba de iniciar otro circo en Nueva York, en donde falleció, en México, en la carpa de los Atayde, Francisco I. Madero presidía un mitin antirreleccionista. Varias generaciones de hermanos Atayde han mantenido vivo el circo, que ha tenido diversos reconocimientos. En 1927 Aurelio, Patricia y Andrés Atayde, realizaron en el trapecio un audaz salto mortal que nunca antes se había hecho, lo que les valió un lugar en el Libro de Récords Guinnes y en 2004 recibieron la presea Pista de Oro, que otorga el Festival Internacional de Montecarlo.
En la ciudad de México se tienen antecedentes circenses desde 1831, año en que se presentó el de Green, en el teatro de Los Gallos y se sabe que a mediados del siglo actuaba otro en el teatro Coliseo. A estas primitivas compañías se les llamaba de volantineros o maromeros, anunciaban las funciones por medio de desfiles callejeros, encabezados por el payaso, que invitaba al público cantando graciosas coplillas.
El primer payaso mexicano que hizo fama fue Chole Aycardo, quien llegó a tener su propio espectáculo en 1847, bautizado como Circo Olímpico. Veinte años más tarde causó revuelo la llegada del Circo Europeo de Chiarini, que se instaló el hermoso claustro del convento de San Francisco, que aun existe en la calle de Gante, ahora convertido en templo metodista.
En la plaza de Seminario, en unas precarias instalaciones, estuvo el Circo Orrin que se convirtió en el mejor de la ciudad, lo que les permitió instalarse de manera definitiva en la Plaza Villamil, a un costado de la Plaza de Santo Domingo, en un elegante edificio construido ex profeso por el arquitecto francés Monsieur Delpierre.
Este fue el escenario en donde se hizo famoso el Payaso Bell, que por las descripciones de los viejos cronistas, era un personaje notable, que iba mucho más allá de lo que usualmente son los payasos. A pesar de haber nacido en Inglaterra, desde niño que llegó a México se compenetró con la idiosincrasia del capitalino y desarrolló con gran ingenio el chiste político y era un gran imitador, además de contar con un talento musical sobresaliente, que le permitía tocar con gran habilidad muchos instrumentos.
Al salir del circo se imponía una merienda tradicional, por lo que nos dirigimos a El Moro, la antigua churrería, ubicada en Eje Central 42, para sopear unos churros calientitos y crujientes en chocolate espumoso y de paso admirar en el Zócalo la iluminación septembrina que ya está funcionando.