omos un país ambivalente. Nos enfrascamos en unas elecciones cuyo resultado ha sido el esperado, lo que podría ser el símbolo del pacifismo, de la construcción política del país y al mismo tiempo, pero sin dejar la política a un lado, declaramos la guerra a muerte en contra del narcotráfico, colocando al Ejército como protagonista y a la policía, a la que le correspondería la tarea, como auxiliar más que sospechoso.
Pero da la impresión de que no sabemos manejar la paz y que en materia de guerra lo hacemos también muy mal.
El tema del narcotráfico evidentemente que descansa en tres premisas: conseguir la droga que a veces se cultiva en México, aunque su origen colombiano parece ser la nota característica; impedir su traslado al mercado generoso de Estados Unidos y ponerle trabas a la importación de armas. Como lamentable adición está la distribución en nuestro país, por regla general afectando a menores en las escuelas.
La exportación de droga y la importación de armas tienen un evidente sabor a, por lo menos, descuido y, por regla general, a corrupción. En ello los encargados de nuestras fronteras demuestran una violenta violación de sus deberes fundamentales. La droga para los menores expresa un acto de absoluta crueldad y da la impresión de un notable descuido, porque no debe ser tan difícil evitar esa distribución que tiene un punto principal, muy repetido, esto es, una escuela para menores.
En la política el tema es más complejo. Pese a nuestra Constitución que fue calificada de social, la evidente tendencia del país ha sido generar un conservadurismo que adopta banderas diferentes pero con resultados semejantes. Si analizamos nuestra historia nos encontramos con que sólo en el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas el sentido social se manifestó de manera clara sin perjuicio de la sensibilidad nacionalista derivada de la valiente expropiación petrolera y del apoyo a la reforma agraria. Los demás titulares del Poder Ejecutivo, con altibajos tal vez, se inclinaron por el seguimiento de una política neoliberal que, además, ha estado acompañada de características indiscutibles de corrupción, tanto en el manejo de los asuntos del Estado en búsqueda del beneficio propio como en la cada vez mayor dependencia de la economía de Estados Unidos.
La corrupción sindical ha sido la nota característica que ha permitido comparar nuestro sistema laboral con el fascista implantado en Italia por Mussolini y que pone en manos del Estado el control indebido de los afanes sindicales. Bien a través de alianzas evidentes con las grandes centrales corporativas y el manejo indebido de las garantías sociales: libertad y autonomía sindicales de manera principal, bien a través de represiones legales y de hecho que violentan nuestros derechos colectivos y hacen a un lado los compromisos internacionales asumidos de manera especial en el Convenio 87 de libertad sindical, cuyo segundo párrafo dice textualmente que las autoridades públicas deberán abstenerse de toda intervención que tienda a limitar este derecho o a entorpecer su ejercicio legal
. El registro de los sindicatos y la toma de nota de sus directivas son los instrumentos fundamentales de nuestras insistentes violaciones a los derechos colectivos.
Habría que agregar a esa nota las declaraciones de inexistencia de las huelgas que acostumbran las juntas haciendo nugatoria la garantía constitucional.
De hecho, en la política, el juego principal se da entre los órganos formales y los instrumentos de presión, entre los cuales ocupan lugar especial los llamados medios
(prensa, televisión y radio), que crean el ambiente adecuado para que se divulgue la idea de que los derechos sociales son contrarios al desarrollo económico del país. Se vende por ello la propuesta de la reforma laboral que intentaría acabar con la estabilidad en el empleo y las responsabilidades por despidos injustificados invocando como objetivo la flexibilización de las relaciones de trabajo para que predominen las relaciones temporales que se pretende permitan despidos en libertad y sin responsabilidades.
A todos se nos olvida el viejo dicho de Henry Ford que decía que le aumentaba el salario a sus trabajadores para que le compraran los automóviles que fabricaba. Le fue muy bien. Hoy, por lo contrario, se acude al despido para aparentemente resolver los problemas propios de las empresas y, naturalmente, si no hay salarios, no hay tampoco capacidad de compra.
El problema, me temo, es que tenemos que inventar de nuevo a nuestro país. Vale la pena intentarlo.