Sociedad y Justicia
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En ausencia de Marcia

Mar de Historias
L

a lona blanca cubrió el patio convertido en escenario. Ramilletes de globos pusieron un toque de color en las ventanas. Las sillas plegadizas robaron espacio y el equipo de sonido, mil veces reparado y siempre defectuoso, reprodujo La marcha de Zacatecas con que siempre termina la ceremonia de fin de curso.

Fue idéntica a todas las anteriores, excepto que esta vez la concurrencia estuvo integrada por una considerable mayoría de padres desempleados. Por los celulares iban dándoles pormenores de la fiesta a las mamás que, a causa de su trabajo, no habían podido asistir. Hubo otra cosa diferente: la ausencia de Clara.

A lo largo de dos años fue la primera en llegar y la última en irse. Parece que la veo correr de un lado a otro del patio tomando fotos del festival. Al concluir les solicitaba a los niños que posaran con su mejor sonrisa. Inquietos, presionados por sus padres, los niños accedían.

Cuando todos los asistentes se habían ido, Clara entraba con nosotros a la dirección para seguir felicitándonos por lo bonito del programa, para ofrecernos que en cuanto revelara los rollos volvería a mostrarnos los resultados y, sobre todo, para ver la foto de su hija Marcia. Sonriente, con el cabello rizado, ocupa el centro en el cuadro de honor.

Orgullosa, feliz, Clara se detenía a mirarlo entusiasmada sin darse cuenta de que junto al nombre de Marcia hay una fecha: 2007. Fue el último año en que la niña asistió a la escuela y también el último de su vida. La perdió hace dos años en un accidente carretero, al principio de las vacaciones.

II

Supe de la tragedia por una compañera que había leído, con retraso, la noticia en el periódico. Marcia fue mi alumna en primer año y lamento mucho no haber podido asistir a su velorio. Es una palabra demasiado fúnebre y triste, mucho más cuando rodea la ausencia de una niña.

Para subsanar mi falta involuntaria fui a darles el pésame a sus padres. A él lo había visto muy pocas veces, en cambio con ella me topaba por las mañanas o por las tardes, a la hora en que iba a dejar o a recoger a Marcia. No fuimos íntimas, pero logramos una cierta amistad. Nuestras breves conversaciones siempre giraban en torno a su hija. Quería para ella una infancia normal, distinta a la suya, marcada por el trabajo y las privaciones.

El día en que fui a visitar a Clara ella estuvo distante, indiferente a mis frases de consuelo, como si estuviera hablándole de otra persona y no de ella, de su desolación ante la pérdida de su hija. Víctor, que durante toda la entrevista se mantuvo apartado y en silencio, al despedirme en la puerta mencionó sus planes: dejar esa casa, esa colonia, esta ciudad a la que maldijo como si fuera la responsable de la tragedia. Me resigné a la posibilidad de no encontrarme nunca más con Clara y entendí lo mucho que la apreciaba.

Para sorpresa mía y de los demás profesores, al comienzo del ciclo escolar Clara apareció en la puerta de la escuela. Llevaba en la mano izquierda una mochila, en la derecha nada. La rodeamos y ella nos hizo a un lado: Creí que se nos iba a hacer tarde, dijo y corrió, según su costumbre, para acompañar a Marcia hasta la fila ya formada en el patio.

Durante la hora de recreo, cuando nos reunimos en el anexo de maestros para conversar, sólo hablamos de la aparición de Clara. A lo mejor su esposo no estaba enterado de su desequilibrio. Todos deseamos que fuese pasajero.

Cuando le hablé y le dije el motivo de mi llamada, Víctor no me pareció extrañado: Clara se porta así a veces. Todavía no se resigna. Sólo por momentos acepta la muerte de Marcia. Entonces la veo sufrir tanto que prefiero lo otro: su sueño, su locura, no sé cómo llamarla.

La reflexión de Víctor nos marcó la pauta. Mis compañeros y yo acordamos aceptar la presencia de Clara como algo natural, no hacerle preguntas ni impedirle que siguiera con su rutina: asistir a las juntas, colaborar en el arreglo del salón o en nuestras kermeses.

Para evitarnos problemas hablamos con los padres de familia acerca de Clara. Enseguida comprendieron la situación y aceptaron que, en el caso de ella, tal vez harían lo mismo: pretender que su hija sigue viva, que tiene un porvenir como sus compañeros.

Quedaba un problema: los niños, sobre todos los que habían sido condiscípulos de Marcia y esperaban verla. Dados sus pocos años, nos pareció cruel ofrecerles una explicación que podía resultarles dolorosa y aterradora. Les dijimos que Marcia se había ido lejos y que, mientras regresaba, su madre iría a visitarnos de vez en cuando.

Las primeras veces en que los niños veían aparecer a Clara se acercaban a preguntarle por Marcia, a pedirle que les dijera cuándo iba a volver.

Ella siempre les contestaba lo mismo: pronto. Tengo la impresión de que la palabra pronto sonaba cada día más lejana.

III

Clara estuvo viniendo a la escuela durante dos años. Al principio sus apariciones respetaban los horarios de clase. Por la mañana llegaba enérgica, puntual, con la mochila de Marcia colgando de su mano izquierda; al mediodía se formaba junto con las otras madres en espera de recoger a sus hijos y al fin se despedía con un hasta mañana optimista para ella, doloroso para quienes conocíamos su desgracia.

En todo este tiempo participó, como siempre, en la organización de nuestras ceremonias, asistió a nuestras juntas y a los festivales. En los últimos meses de este ciclo escolar sus visitas se hicieron esporádicas y no se presentó a la fiesta de fin de cursos. Tal vez admitió su derrota ante la realidad de la muerte o quizá perdió la esperanza de que, al revelar las fotos, apareciera confundida entre los otros niños la hermosa y delicada figura de Marcia.