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Espirales en acción

Remolinos y embustes

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E

l universo tiene una marcada vocación de cochinilla: se enrosca a la menor provocación, cuando se le toca con el pétalo de una fuerza gravitacional, cuando debe evacuarse a sí mismo en el abismo teórico de un agujero negro, cuando se encuentran dos elementos o dos temperaturas, cuando un bicho inicia su crecimiento. Y allí, en galaxias que parecen rehiletes o en conchas de crustáceo filosas y absurdas, o en el vórtice execrable que forma el agua de un inodoro, deja plasmada una oración logarítmica precisa para que los humanos nos devanemos los sesos tratando de entender qué mensaje quiso enviarnos Dios con esas formas que parecen una flor torcida hacia adentro. Así lo intentó en 1509 Luca Pacioli (De divina proportione), quien creyó descubrir en el número áureo (algo así como la suma de 1 más la raíz cuadrada de 5, dividida entre 2, y que da una serie irracional de 1.6180...) la unicidad, la trinidad, la inconmensurabilidad, la autosimilaridad y la omnipresencia del Altísimo. Muchos han salido en búsqueda de la huella divina en la secuencia, al parecer infinita, que arroja la relación entre la longitud y el diámetro de una circunferencia (3.1416...) Qué intriga.

Una posibilidad insoslayable es que el Supremo Arquitecto del Universo sea fanático de las cochinillas (que no son insectos ni diplópodos sino crustáceos, miren ustedes de lo que se viene uno a enterar por andar hurgando en misterios insondables) y que haya optado por rendir homenaje a esas Sus criaturas favoritas modelando a su imagen y semejanza sistemas estelares, huracanes, desarrollos germinales y remolinos de escusado; y no sólo eso, sino que también haya dejado caer en los cerebros de Pitágoras, Euclides, Arquímedes, Hemachandra, Fibonacci, Pacioli, Leonardo, Bernoulli, Euler, Coriolis (tan listos que se creían ellos, ja) el gusano, espiral o no, de investigar qué madre pasa con esas formas.

Pero, para infortunio de los creyentes, las semejanzas entre un tornado y la concha de un calamar parecen ser superficiales e incidentales y las leyes físicas son bastantes para explicar cada fenómeno espiral por separado: los brazos de una galaxia se curvan ante la atracción de la almendra gravitacional que el Big Bang colocó en su centro; los huracanes son modelados por el efecto Coriolis que les imprime la rotación de la Tierra, y los seres vivientes construyen sus formas espirales en función de necesidades específicas. El otro día, mientras le ayudaba a Clara a preparar su conferencia escolar, descubrimos que los huevos de dinosaurio poseen una cubierta espiral que los zoólogos no explican, oh, como manifestación del número de oro ni como expresión de divinidad entre los escualos, sino como un ardid de la biología para que los frutos del vientre de mamá Tiburcia queden sujetos a las rocas del lecho marino y no anden de aquí para allá, como la célebre carreola en la escena de las escaleras del acorazado Potemkin. Y ahorita me refiero a los remolinos que se forman en cualquier desagüe.

También la dinámica de fluidos responde por la formación de ciclones y tornados, y no tiene gran cosa que ver con las lentas coreografías galácticas. En cuanto a los seres vivientes que se enroscan y desenroscan, tal proceder está determinado por las columnas helicoidales (¿mera coincidencia?) del material genético, no por fenómenos gravitacionales ni por complicadas fórmulas hidráulicas.

Desde este punto de vista, el de la soberanía de la hermosa materia, la repetición de formas espirales en diversas escalas y ámbitos es una mera casualidad, y no la única: por ejemplo, la naturaleza también es una proliferación de esferas, forma geométrica que lo mismo encarna en estrellas y planetas que en melones y mandarinas, sin que ello lleve a (casi) nadie a pensar en un Dios obsesionado por las pelotas. Tampoco guardarían relación entre sí los huevos de la gallina (ni los de nadie más) con las órbitas elípticas que trazan los cometas alrededor del Sol.

La mayor parte de la gente, por cierto, sostiene que, como consecuencia del mentado efecto Coriolis, en el hemisferio norte los remolinos del agua que se va por una cañería se mueven en el sentido de las manecillas del reloj, en tanto que, al sur del Ecuador, el fenómeno ocurre en la dirección inversa, y que si te sitúas en la rechoncha cintura planetaria, el agua bajará sin rotar y sin hacer aspavientos. Otros dicen que eso es una patraña, porque hay diversos factores locales (el movimiento molecular del líquido, las partículas y objetos que hay en él, los movimientos iniciales, la forma del recipiente) mucho más poderosos que el débil llamado de la rotación, y que, en consecuencia, un vórtice se mueve más bien en el sentido que le da la gana o en el que le indican el azar y el caos, independientemente del hemisferio en el que transcurra su existencia, casi siempre fugaz.

Atormentado por la duda de quiénes tienen razón, marqué el número de una amiga que anduvo recientemente en Buenos Aires, y le solté la pregunta a boca de jarro: ¿Es cierto que allá, al tirar el agua por el escusado, el líquido y las cosas peores giran en sentido retrógrado?. “Claro –me respondió, después del desconcierto inicial– y en las regiones ecuatoriales, el agua baja derecho, sin hacer remolinos”. Como horas más tarde no lograba decantarme en favor de una u otra posición, me resigné al clásico método empírico. Empecé por el inodoro del baño de visitas y en dos ocasiones –aclaro que sin carga alguna más que el agua cristalina–, el giro fue a la izquierda, es decir, en sentido contrario a las manecillas del reloj. Fui al lavadero de la cocina, llené de agua el mueble y puse residuos de café para apreciar mejor el movimiento. Claramente, giró hacia la izquierda. Repetí el experimento y el agua fluyó en el sentido que debería ser, es decir, a la derecha. Ante resultados tan poco concluyentes, hice un tercer intento y en esa ocasión no hubo remolino ni aspavientos espirales: el agua descendió como se supone que debe hacerlo en Quito. En mi baño, el escusado pertenece al hemisferio norte, pero el lavamanos habita en el sur.

Como no llevé a cabo los experimentos en forma rigurosa ni llamé a un notario para que diera fe de los resultados desconcertantes, éstos carecen de toda validez científica y del más remoto asomo de legalidad. Háganlos ustedes en sus inodoros, en sus lavabos y en sus alcantarillas, y saquen sus propias conclusiones.

Por mi parte, obtuve tres hipótesis posibles: a) o bien el impacto diferenciado del efecto Coriolis eso de los vórtices según el hemisferio es una patraña, o bien la humilde casa de ustedes está situada en un túnel de la cuarta dimensión que a cada rato la hace transitar de Johannesburgo al Ajusco, pasando por Putumayo, o bien Dios es mucho más travieso de lo que admiten los teólogos y no le es posible estarse sosiego.

En una ocasión hice contacto con una mujer aguda y hermosísima, y tan etérea e inasible que no se le podía regalar flores; me dio por enviarle espirales de diversas clases. Como no me peló ni poquito ni mucho, perdí el interés en esa grácil forma de la naturaleza, del arte y de las matemáticas, y no fue sino hasta ahora, que daba vueltas en espiral hacia el pasmo porque no se me ocurría ningún tema, que la recordé (la forma, quiero decir) con su banalidad y su misterio. Tal vez no sea coincidencia que el signo de interrogación sea un principio de espiral, y que el desconocido genio tipográfico (y semiótico) que lo inventó haya tenido en mente la figuración de lo desconocido y el principio y el fin de todas las cosas.