ousseau escribió que los ingleses se sentían libres porque iban a votar cada dos años, pero que, luego de hacerlo, volvían a ser tan esclavos como antes. Para el pensador ginebrino, el solo hecho de votar no garantiza el buen gobierno de la sociedad; para ello, además, es necesaria la presencia constante del pueblo en los actos de gobierno y, desde luego, que sus ciudadanos vigilen esos actos y, en cuanto se dan, puedan corregirlos si salen mal e, incluso, revocar el mandato de sus elegidos si persisten en sus errores.
Para Kant, en cambio, esa presencia permanente del pueblo en la política es innecesaria y hasta nociva, por el simple hecho de que el pueblo no deja gobernar y, luego de cada elección, sus integrantes deben irse a sus casas. En la historia del pensamiento político, ambos puntos de vista definían la oposición entre una democracia directa y una democracia representativa.
Eso no quiere decir, de ninguna manera, que el voto sea inútil. El voto es el acto que permite y diseña el funcionamiento de las instituciones del Estado y lo hace a través de las opciones entre las que elige. Sólo que de esa manera, en una democracia meramente representativa, no hay vigilancia posible del gobierno ni posibilidad alguna de que sea corregido y, menos, de que quienes fueron elegidos reciban una sanción por sus errores o puedan ser despedidos.
La presencia constante de los ciudadanos en las tareas de gobierno, ya vigilando que se haga bien ya sugiriendo o imponiendo correcciones o ya, incluso, revocando el mandato otorgado a través del voto, marca la diferencia entre una democracia participativa y una democracia representativa. También habla de la eficacia o menos de los gobiernos, de su dedicación a procurar el bienestar del pueblo y de la nación, como lo estipula el artículo 39 de nuestra Carta Magna, de su fidelidad a lo que dictan las leyes y, claro está, de que en su acción no haya lugar a la impunidad, a la arbitrariedad y al autoritarismo.
Mantener reunido al pueblo de los ciudadanos, como lo deseaba Rousseau, en las multitudinarias sociedades modernas resulta imposible; pero existen modos de dar forma a esa permanente vigilancia ciudadana de los actos de gobierno. El plebiscito (se pide al pueblo que decida entre distintas opciones) y el referéndum (se le pide que respalde o rechace decisiones ya tomadas) y que tienen como complementos necesarios el poder ciudadano de revocar el mandato de sus representantes y someterlos a responsabilidades por sus actos y el derecho de petición y de iniciativa de propuestas de la ciudadanía son esas formas que, como se ha visto en los últimos 100 años, por lo menos, se vienen abriendo camino en todos los regímenes políticos democráticos.
Votar es un derecho fundamental del ciudadano y, en realidad, es lo que lo define como tal, como ciudadano. Renunciar al voto o invalidarlo de cualquier forma es la anulación de ese derecho y de la misma esencia de la ciudadanía. Pero reducirlo al solo hecho de sufragar es dejarlo totalmente inoperante e ineficaz. No se trata de retroceder, anulándolo, sino de progresar, dándole la fuerza necesaria para que haga que el gobierno sea lo que él decide que debe ser.
Una auténtica reforma del Estado, que es lo mismo que una real reforma política en todos los órdenes, debe empezar por dotar al ciudadano de los poderes que, con su voto, se trasladan automáticamente a los que han sido elegidos, sin garantía de que cumplan con su cometido ni, desde luego, puedan ser obligados a ello. Para realizar esa aspiración ciudadana hay sólo un camino que es sencillo sólo en apariencia: que los partidos se pongan de acuerdo y lo decidan.
Todos sabemos, empero, que los primeros interesados en mantener las cosas como están y que los ciudadanos sigan votando sin que les puedan fincar responsabilidades por su desempeño como fuerzas de gobierno son, justo, los partidos políticos. Estos han sido los que han bombardeado todos los esfuerzos que se han dado para una reforma del Estado; ellos son los que siguen pensando que lo mejor es que, una vez que los ciudadanos voten por sus candidatos, se esfumen sin entorpecer su labor de gobierno. Sólo exigen que se crea en sus promesas, sin que sean vigilados ni sindicados.
Los ciudadanos que están efectivamente decepcionados de su derecho a votar (no quienes interesadamente están llamando a abolir ese derecho cívico fundador) tienen toda la razón en no creer ya en los partidos; pero renunciar a sus derechos no es el mejor modo de hacer que se respeten. Hay innumerables acciones para hacer que se comprometan a realizar una reforma política que imponga como un mandato constitucional la instauración de aquellas formas de democracia participativa sin las cuales el control ciudadano sobre los actos de gobierno es absolutamente imposible y que son el plebiscito, el referéndum, la revocación del mandato y el poder de iniciativa popular.
Los ciudadanos pueden reunirse por su cuenta para ese fin y elaborar peticiones para sus partidos, si son miembros de alguno de ellos o, también, para los propios representantes que han sido elegidos y conformar un movimiento cívico que busque esa reforma política esencial sin la cual las cosas seguirán siendo como hasta ahora y la democracia perecerá por inanición. No se puede renunciar al derecho a cambiar las cosas, actuando como suicidas y anulando de cualquier forma el voto, única arma que el ciudadano tiene para decidir en política.
Además, aun cuando son los más reacios al cambio y son por esencia conservadores, los partidos políticos deben saber que no están solos ni deciden impunemente todo lo que les viene en gana. Hay mucha efervescencia política en el país y una muestra de ello, por cierto, es esta campañita anti voto que, lejos de resolver algo, está envenenando el ambiente con la desconfianza y la impotencia política que ha convertido en ideales de acción.
El más poderoso movimiento cívico que ha resultado de la entraña misma de la vida política de México, el movimiento lopezobradorista, está llamando a votar y a hacer que se respete el voto. Representa el anuncio de lo que llamamos democracia participativa. Los que no lo acepten pueden hacer lo mismo: luchar porque la ley se cumpla y no haya ya impunidad en el gobierno, conformando grandes movimientos ciudadanos que den voz a quienes desean un buen gobierno para México.