a muerte de un ser querido, cuando se vive de lejos, pierde acaso el espesor que tiene cuando se la vive de cerca. Se penetra en una doble irrealidad: la de la muerte y la de su duda. Trata uno de convencerse diciéndose, en forma absurda, que sólo es una ausencia que se prolonga. El sentimiento de irrealidad crece, irreprensible, cuando el anuncio llega descarnado, sin voz, en unas cuantas letras que bailotean húmedas y borrosas en una pantalla, sin siquiera el tan ligero peso del papel.
Sin embargo, en cuanto vi la foto de Javier Wimer en el sitio de Internet de La Jornada, comprendí. No necesitaba leer ningún texto. Ahí estaba su rostro fijo para siempre. Quise dudar. Leí. Miles de imágenes suyas pasaban por mi mente, y seguirían pasando hora tras hora, barriendo como las hojas por el viento los pedazos de realidad.
Conocí a Javier en 1966 durante una recepción que el antiguo Excélsior, el de López Narváez y Garibay, daba a sus colaboradores. Con la insolencia de mis 17 años, lo tuteé. Me hizo el favor de platicar conmigo, tal vez divertido por mis ocurrencias, si mal no recuerdo su sonrisa complaciente. Aceptó mi amistad y nunca dejamos de vernos, de hablar noches en vela enteras, en México o París, en cuanto se presentaba la oportunidad. Perdió incluso un vuelo porque no vimos llegar la mañana oscura de un invierno, arrancándonos la palabra, en un café del Odeón.
La elegancia de su espíritu le permitió, a lo largo de su vida y a cada momento, acoger a su interlocutor en un espacio creado por él, ajeno a una época en que una persona no escucha al otro porque no se interesa sino en ella misma. Ese fue uno de los rasgos de su carácter generoso: Wimer, como lo llamaba Nenuca con el respeto del amor, no sólo supo oír las palabras de los otros, a quienes incitaba a hablar y a confiarse a su benevolencia, pues su actitud calurosa y franca abría las puertas de un refugio tan personal como amplio, donde cada quien podía sentirse comprendido.
Sin cesar de pensar en él, cada vez más vivo en mis recuerdos, sumida en el desamparo, abro La Jornada al día siguiente. Tardo en comprender. Releo las palabras que me avisan la muerte anunciada de Alejandro Rossi –la muerte que hoy no me deja respiro. Los últimos años sólo nos comunicábamos por teléfono: prefería que no lo viera. Nos despedimos incluso. Me dijo qué deseaba que recordara de él. Recuerda siempre...
Alejandro fue mi profesor en 1967, cuando entré a la facultad. Fue él quien, a sabiendas de que la filosofía es una iniciación, más que un aprendizaje, me inició. Lo hizo más allá de las clases que impartía. Acaso porque una tarde le pregunté por qué abría paréntesis tras paréntesis, una cláusula tras otra, sin cerrarlos. Un enigma llevaba a otro, cada vez más profundo, revelándose como la verdad que aparece para desaparecer.
Aturdida, salí a caminar. El sentimiento de irrealidad era envolvente, absoluto. Recordé a Alejandro bajando las escaleras de la facultad, al lado de Olbeth, radiantes, ambos esparciendo el amor a su paso. Veía por vez primera al otro Alejandro Rossi, tan distinto del irónico, cuando no sarcástico, con su voz silbante, sus frases que tajaban cualquier asomo de estupidez, o incluso de lugar común, sin piedad alguna. Volví a ver sus ojos chispeantes de inteligencia, de ese genio con que sabía ir al fondo de un enigma o elevar a revelación las preguntas que aceptaba responder.
Olvidada de dónde estaba, creyéndome en México por un instante más fugaz que el movimiento de las alas del pensamiento, escuché la voz clara de Javier, escuché uno de esos consejos que sabía dar con lucidez mirando con sus ojos de buen sabueso cuando rastrea el sentimiento de extravío en su interlocutor.
Comprendí, entonces, que ya no me separaba el Atlántico de Wimer ni de Rossi. Estaban en mí para ese siempre que dura la vida.
Su desaparición, una presencia ahora aún más envolvente, doblaba las campanas de la epifanía.