l buen recuerdo de un viaje se perfecciona cuando las molestias que pasaste en él empiezan a parecerte apenas fragmentos de un mal sueño y por fortuna no de ninguna realidad.
Ese otoño era la primera vez que manejábamos de Barcelona a Viena y de regreso, la primera que atravesábamos la zona bávara de los Alpes. Nos llamó la atención sin duda lo bonito que se veían los caseríos, uno tras otro, al pie de las montañas, cada casa con geranios en las ventanas, todos de colores similares y bien cuidados. Pero no dejaba de inquietarnos la uniformidad, la sensación de que la armonía visual que resultaba del paisaje era no sólo impuesta sino inalterable. Si una de las macetas por cualquier circunstancia se caía del balcón y se estrellaba contra el piso del patio, el dueño sería encarcelado con toda su familia por faltas al orden público y sin derecho a fianza.
Nos alojamos en la última habitación disponible, la única con cuarto de baño propio, en una pensión nueva, de apenas media docena de recámaras. Desde nuestra pequeña terraza privada alcanzábamos las manzanas de los árboles del jardín, pero nuestros vecinos, una pareja de ancianos que nos reconoció como extranjeros a primera vista, aparte de saludarnos con una sonrisa tiesa y una inclinación de cabeza, que supusieron cortés y suficiente, impedían que nos dejáramos tentar por el impulso de jugar a Adán y Eva. A la hora del café del desayuno, antes de que cada huésped tomara por su lado, la anfitriona preguntaba de mesa en mesa quién regresaría a cenar a las seis de la tarde, para saber cuántas salchichas preparaba y cuánta col ponía a cocer, menú fijo que el anfitrión, más cosmopolita que su esposa, nos transmitió a nosotros en una mezcla, por el acento casi ininteligible, de inglés y francés.
Como no somos cazadores de conejos ni pescadores ni siquiera de truchas, como no pretendíamos bañarnos en aguas termales ni sentirnos retirados ni reumáticos, nos dimos a caminar sin otra intención que ver los alrededores mientras pasaban las horas y muy temprano al día siguiente continuábamos nuestro trayecto hacia Cataluña. Vimos una cancha de tenis desierta, sin jugadores ni tan solo aficionados, pero en un estado de mantenimiento sin tacha, lista para que de un momento a otro se llenara de espectadores expectantes y comenzara un torneo. Vimos una plaza con todo lo necesario, aunque para una comunidad no sólo específica sino reducida. Un prado cuadrangular en el centro con dos bancas y, alrededor, un templo, un cabildo mínimo, un pequeño banco, un buzón de cartas, una angosta farmacia, un comprimido supermercado. Compramos un poco de queso y un paquete de galletas saladas con lo que nos entretendríamos mientras regresábamos a ocupar con la debida puntualidad nuestro lugar asignado en el comedor, después de lavarnos las manos sin salpicar y tras doblar lo mejor posible la toalla, de dos, con la que nos las hubiéramos secado. No nos enjabonamos, sino una vez cada uno, por el temor de que la pastilla de jabón se desgastara y no nos alcanzara para el regaderazo que anhelaríamos darnos al despertar, antes de partir en el coche rentado, que regresaríamos, por fortuna sin ningún contratiempo, a la agencia en Paseo de Gracia tras un mes de intenso uso.
No sé si la salsa que acompañaba el helado era de frambuesa, zarzamora, fresa o cereza, pero sí que era de un rojo oscuro penetrante y que estaba tan rica que, a pesar de lo azucarada, acepté que la anfitriona me sirviera más. No sé, tampoco, qué me estremeció de pronto, pero el movimiento involuntario de mi hombro izquierdo, golpeó el brazo derecho de la Frau justo cuando su mano, con el cucharón desbordante de un chorro de conserva clarificada, se acercaba sobre mi ración de postre y, debido al impacto, se desviaba de mi plato y derramaba el almíbar sobre el mantel blanco y nuevo. Pero sí sé que a partir de ese momento la perturbación que mi torpeza ocasionó en el paraíso bávaro fue imperdonable.