esde luego, la Torre Eiffel, o más bien su representación gráfica, se extravió en el avión. De París volvió a México, donde se quedó algunas horas. Justo el tiempo de retomar el vuelo de regreso a París: nunca llegó a la mesa redonda, organizada en el Instituto de México, para presentar el libro Oda a Eiffel.
Hasta donde sé, el ligero rollo de seis metros de largo por uno de ancho que representa las 7 mil toneladas de fierro de la torre sigue yendo y viniendo. Ignoro si Carmen Parra decidió ofrecer el regalo de esta media vuelta al mundo en siete días, con motivo de sus 120 años, a la dama de hierro. O si el rollo de pintura fue simplemente olvidado por su autora al desembarcar del avión. O, incluso, si esta artista no acababa de inventar una nueva forma de exposición, la más revolucionaria de todas: ésa donde la presentación se desarrolla en un lugar mientras la obra es expuesta en otro sitio, un avión en un aeropuerto en este caso. Ni siquiera Salvador Dalí lo había pensado.
Cuando Carmen me telefonea para decirme que ya llegó al hotel de nuestro amigo Legoubin, me señala este fenómeno surrealista absoluto. La torre, la de las 18 mil piezas de hierro, ¿ha lanzado un sortilegio contra su retrato? ¿Quiere acaso, caprichosa, que Parra pinte los miles de focos que se iluminan cada anochecer para vestirla con su traje de luces a la manera de un matador en la plaza de toros de México? ¿O cobra venganza, así, de Carmen Parra por haberla metido, con un rinoceronte y un toro, en una pecera donde el agua y el cristal producían un efecto de calidoscopio que la hacía levitar como la hoja de un árbol barrida por el viento? Porque la historia comienza hace muchos años, como empiezan todos los cuentos de hadas.
Las cosas comenzaron, así pues, hace muchos años con la compra de un pez dorado. Riqui había colocado uno de esos souvenirs de la torre del otro lado de la pecera. Pronto descubrió un juego óptico e imaginó, dentro del diminuto acuario redondo, a las estatuas de un toro y un rinoceronte situadas cerca de la torre. Se le ocurrió entonces una exposición que llamó Tour Eiffel, nourriture principale pour poisson d’ornement, la cual tuvo lugar aquel año de 1976. Quizás fue esto lo que desató la cólera funesta de la torre: ¿a qué persona tan insolente le cruza por la mente considerarla alimento para peces de adorno? La venganza no tardó un día: la misma noche en que se inauguró la exposición, la señora Eiffel ahogó los cuadros de Parra, ¿la pintora no había tratado de ahogarla? Simplemente que, algo más violenta, la vieja dama inundó los locales y las pinturas fueron encontradas flotando en el agua.
Por fortuna para Carmen Parra, y para la supervivencia de estas obras, Pablo Ortiz Monasterio las había fotografiado. Salvador Elizondo escribió el poema Grafostática u Oda a Eiffel y el texto Los sueños artificiales. De esta constelación surgieron dos libros. Un tercero es el que acaba de presentarse con una mesa redonda en París, el cual reúne dibujos, fotos, textos... y muchos recuerdos.
Carmen habla con risa de una catástrofe artística
, Jacques Bellefroid le dice que se trató de un acto surrealista, el cual habría encantado a Gironella. Esta opinión fue compartida por Ingrid y Peter Bransem, el maestro del mejor taller de litografías, así como por el pintor Guy Rousille y Tania Huerta, pues estas personas piensan con sabiduría que la mejor manera de razonar sigue siendo reír.
Después de todo, en su texto premonitorio sobre los sueños artificiales, Elizondo escribió: “la torre sumergida –especialmente en el dibujo compuesto en forma de scroll o kakemono– resume, con una consecuencia inflexible, un sueño concebido para ser representado como un drama de la imaginación en la escena del papel vacío”.
Tal es la fuerza invencible de la inteligencia onírica.