sta semana, la bandera del nacionalismo mexicano se desplegó con una fuerza inusitada. Desde Buenos Aires hasta Nueva York, los funcionarios del gobierno utilizaron una retórica rabiosa para defender, supuestamente, los intereses de los mexicanos en terceros países. El caso de China fue el más sonado. Desde el domingo, la inmensa mayoría de los medios en México dedicaron tiempo y recursos para levantar la voz y apuntar el dedo acusador en contra del gobierno de Pekín por el supuesto trato vejatorio hacia el grupo de 70 mexicanos que fueron puestos en cuarentena en territorio chino. Discriminación, engaños, maltrato y xenofobia fueron sólo algunos de los adjetivos que alimentaron un remolino en el que se hundieron los matices y la información precisa. Del naufragio de la prudencia, sin embargo, hay vestigios que hablan de otra historia.
El primero de mayo, el presidente Felipe Calderón recibió del embajador de China en México, Yin Hengmin, 5 millones de dólares en provisiones y dinero para apoyar los esfuerzos de México contra el virus de la influenza A/H1N1. En el hangar presidencial le agradeció sinceramente
al pueblo chino la ayuda enviada, en especial al presidente Hu Jintao, a quien llamó amigo de México. Tres días más tarde, al tiempo que llegaba un segundo avión desde China con provisiones, el mismo Calderón calificó de xenófobas, injustas y unilaterales las medidas restrictivas y el trato inadecuado
que recibieron los mexicanos en China. ¿Qué pasó en tres días para que China pasara de ser amigo de México a colocarse en el centro de la crítica nacional?
El jueves 30 de abril aterrizó en Shanghai el vuelo de Aeroméxico proveniente de la ciudad de México. En el avión viajaba un mexicano que, al hospedarse en un hotel en Hong Kong, su destino final, resultó portador del virus A/H1N1. En las siguientes horas los gobiernos de China y Hong Kong empezaron una labor meticulosa para identificar a los pasajeros tanto del vuelo de Aeroméxico como a las personas que convivieron con el enfermo en la aeronave de Shanghai hacia Hong Kong. En los siguientes días, 70 mexicanos, 45 chinos, 20 canadienses, al menos cuatro estadunidenses y todo el personal del hotel donde el mexicano se había hospedado en la ex colonia británica fueron puestos en cuarentena.
¿Qué llevó al gobierno chino a actuar de esta manera? De entrada, simplemente por la composición del grupo, la respuesta no tiene que ver con prácticas discriminatorias hacia los mexicanos. Más bien tiene que ver con la realidad demográfica y sanitaria china. A manera de comparación, es interesante analizar la densidad de población de la delegación más poblada del Distrito Federal, Iztacalco, con el distrito de Hongkou, en Shanghai. Mientras que la primera cuenta con 18 mil habitantes por kilómetro cuadrado, en la segunda viven más de 56 mil personas por kilómetro cuadrado, es decir, el triple de habitantes. Aún más preocupante para el gobierno de Pekín son algunos de los hábitos que tienen los chinos. Por ejemplo, en las vecindades tradicionales, conocidas con el nombre de shikumen en Shanghai y hutong en Pekín, los baños son públicos, lo que facilita la transmisión de gérmenes. Igualmente preocupante es que los chinos acostumbran carraspear y escupir en la calle, un hábito muy ajeno a los buenos modales mexicanos, pero que forma parte de esta sociedad. Todos estos factores fueron causa de alarma, en 2005, cuando China vivió la epidemia del SARS.
Con esto en mente, las autoridades chinas procedieron a tomar medidas que, cierto, en muchos casos fueron desafortunadas (como la detención en la provincia de Cantón de un mexicano que venía regresando de Camboya o los recursos pueriles para sacar a mexicanos de sus hoteles), pero que tenían como fin evitar el contagio, no establecer políticas xenófobas. Era comprensible que la gente en cuarentena, en especial la que se encontraba en el hotel Guomen, en Pekín, se hubiera sentido incómoda ante la situación. Lo que no fue comprensible es que la embajada (no así el consulado de México en Shanghai), en vez de presentar una nota y evitar escalar el conflicto, se lanzara de lleno a un discurso carente de todo matiz. Desde el domingo, comenzó a crecer la necesidad de que la sombra de un Eugenio Anguiano o de un Sergio Ley, ambos brillantes embajadores de México en China, cobijara la estrategia mexicana y le diera sus dimensiones justas al problema. Pero con el paso de los días la ausencia de la diplomacia se hizo presente.
El contraste entre la opinión de las autoridades y de la comunidad mexicana en China, desde que se inició la crisis, fue clara (incluidos aquellos paisanos en cuarentena en Shanghai que los medios mexicanos convenientemente dejaron de lado). Miguel Antonio Figueroa García, una de las personas que decidió no regresar a México en el charter que envió la cancillería, le comentó a esta articulista: Es necesario lo que está haciendo China. La cultura de la higiene acá es muy distinta. No hay quejas, sólo toca aguantar
. Rodrigo Silva, director y dueño del portal de Internet latinoamericanosenchina.com, la plataforma cibernética por excelencia de los latinos en esta parte del mundo, declaró que tanto él como la mayoría de sus usuarios pensaban que “se sentían apenados por el borlote. Ya nadie se acuerda de que China fue el primer país en enviarle ayuda a México. Lo sucedido está fuera de toda proporción”.
Así, sin matices de por medio, la relación bilateral se quedó sin claroscuros. Un hecho penoso, porque la importancia de los intercambios entre México y China sugiere prudencia, pero sobre todo porque la historia de los abusos indiscriminados contra la comunidad china en México la exige. No hay que olvidar nunca la virulencia del movimiento antichino en México, donde más de 300 personas de ese origen fueron asesinadas en la matanza de Torreón, en 1911. Felipe Calderón debería considerar que remover viejos odios e ignorar el peso de la historia es un lujo que se puede dar un político, no así un estadista.
* Maestra en Estudios Chinos por la Universidad de Harvard