n nuestros países, culturalmente bañados en un barniz de catolicismo, todos los muertos deben ser elogiados y nada se puede decir ni siquiera de los más negros pasados ni de las posiciones y actitudes más funestas que causaron enorme daño a los trabajadores. A riesgo de ser catalogado entre los monstruos morales más insensibles, creo que es indispensable rasgar ese velo hipócrita y decir la verdad a los contemporáneos, en vez de esperar cautamente una década para romper la complicidad con los miembros del establishment. Declaro, pues, que lamento la reciente muerte de Raúl Alfonsín, tan llorada por la derecha y por el gobierno en todos los medios posibles, únicamente porque hubiese esperado que éste tuviese la vergüenza necesaria para desaparecer a finales de los 80.
Alfonsín, en lo político, aunque era antiperonista gorila
(o sea, por razones clasistas), pese a sus diferencias con Ricardo Balbín acató los pactos de éste con el senil Perón cuando la dictadura militar de 1955 comprobó que para mantenerse no le bastaban los fusilamientos, los asesinatos, las represiones, la ilegalización de las organizaciones obreras y fue obligada por movilizaciones seminsurreccionales como el cordobazo o el rosariazo a traer a Perón desde su dorado exilio en la España de Franco para que hiciese de bombero, conteniendo a los obreros. Mostró con eso contra quién se dirigía su antiperonismo, o sea, contra el peronismo obrero, y que no tenía objeciones de principios en aliarse con la derecha peronista en una llamada alianza nacional que garantizase el poder al bloque oligárquico-financiero-industrial.
Alfonsín era un liberal en lo político y no simpatizaba con los llamados excesos antidemocráticos
(torturas, fusilamientos, desapariciones) de los militares ni con las posiciones oscurantistas que pretendía imponer la jerarquía eclesiástica a todos los gobiernos. Incluso defendió a Roberto Santucho y a presos políticos. Pero militaba en un partido –la Unión Cívica Radical– dirigido por gente que, desde el golpe militar de 1930 contra el presidente Hipólito Yrigoyen (que, para colmo, pertenecía a aquélla), había promovido todos los intentos de golpes de Estado junto con la Iglesia y había gobernado con las dictaduras fusiladoras aceptando que las mismas pusiesen fuera de la ley a las mayorías. Además, era socio y amigo de Albano Harguindeguy, ministro del Interior de la dictadura impuesta en marzo de 1976 y que, además de los 30 mil desaparecidos, demolió en pocos años el aparato productivo del país y quintuplicó su deuda externa.
Alfonsín no fue el reconstructor de la democracia
, como pretenden el gobierno y la derecha. Una huelga general durante la dictadura obligó a ésta a inventar una maniobra diversionista –la criminal guerra de las Malvinas que, como no podía ser de otro modo, terminó en desastre– y la dictadura cayó sola, sin que nadie la derribase. En honor de Alfonsín, hay que decir que se opuso a esa aventura militar. Ante la caída de la dictadura, Alfonsín ganó las elecciones simplemente porque frente a él estaban los que habían formado parte del entorno de Isabel Martínez de Perón, la misma derecha peronista que había abierto el camino a la dictadura (el almirante Massera, ministro de Marina de la viuda de Perón, tenía condecoraciones peronistas) mientras él, en la UCR, aparecía ligado a la lucha por los derechos humanos. Las ganó porque a los votos de las clases medias no peronistas de todo tipo unió los de los sectores obreros y rurales que no querían ya el peronismo de las Isabel, los López Rega, los Rodrigo y la repudiada burocracia sindical colaboradora con la dictadura. Alfonsín intentó entonces quebrar el poder de esos burócratas sindicales (o sea, del eje del partido
peronista) pero por la derecha, tratando de legalizar sindicatos paralelos, al mismo tiempo que reconocía el pago de la deuda externa y que mantenía la política neoliberal de la dictadura, con los efectos consiguientes: caída de la producción, derrumbe de los salarios reales, desnacionalización de la economía y sumisión al capital financiero. Los dirigentes sindicales reaccionaron organizando sucesivas huelgas generales para proteger sus privilegios y contaron con apoyo de masas porque la política alfonsinista era claramente antiobrera.
Alfonsín intentó una síntesis entre peronismo y radicalismo y decidió valientemente juzgar a los principales jefes de la dictadura, medida que fue un ejemplo mundial en un continente donde aún campeaba Pinochet. Entonces, por esos dos motivos, a la protesta popular se unió la de la derecha oligárquica clásica y aparecieron los golpes militares. Alfonsín quedó solo, capituló y amnistió a los asesinos que había empezado a juzgar y a detener. Además, de rodillas porque la hiperinflación de más de mil por ciento destruía los salarios y la producción nacional, renunció –derrotado en todos los campos– y negoció la continuidad con Carlos Menem, el peor de todos los presidentes en la trágica historia argentina, al cual elogió e idealizó. Después apoyó al presidente radical De la Rúa, que tuvo que huir en helicóptero en diciembre de 2001, vio casi desaparecer a su partido y expulsó del mismo a los radicales que, como el actual vicepresidente de la nación, Julio Cobos, apoyaron a Kirchner con su proyecto capitalista desarrollista contra Menem y el proyecto de la derecha peronista, la oligarquía, Estados Unidos y el capital financiero.
En el Gran Buenos Aires viven más de 15 millones de personas. Sin embargo, apenas unas 30 mil acompañaron su féretro, en un día no laborable, y los aullidos de los medios intentaron en vano llenar el vacío. El gobierno, por su parte, con los elogios desmesurados y las mentiras por omisión, buscó demostrar apertura política para separar, si fuera posible, a los radicales del resto de la derecha con vistas a las elecciones del 28 de junio. En vez de construir memoria colectiva, prefirió extraer algunos votos de un cadáver político que se sobrevivió por décadas.