l pasado fin de semana, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama; el ex titular de la Reserva Federal de ese país, Alan Greenspan, y el presidente del Banco Mundial (BM), Robert Zoellick, entre otros, coincidieron en advertir, en diversos tonos y con variados enfoques, que la gravedad de la crisis en que se encuentra la economía mundial es más profunda de lo que se había previsto, y entraña riesgos mayores de lo que se pensaba. El mandatario del país vecino afirmó, por ejemplo, que en su pasada campaña presidencial no alcanzó a ver la hondura de la crisis, y señaló que un colapso de instituciones financieras como Citicorp y la aseguradora AIG provocaría reacción en cadena.
En México, entre tanto, el Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP), en su publicación semanal Análisis económico ejecutivo, apunta cifras alarmantes sobre la pérdida de puestos de trabajo (más de 150 mil en el primer bimestre de este año), la caída de las ventas del comercio y el debilitamiento del sector exportador, factores que probablemente conduzcan a una caída del producto interno bruto del país superior al 2 por ciento que se ha estimado hasta ahora. En forma paralela, directivos bancarios han dado a conocer en días recientes incrementos preocupantes en la cartera vencida. La de Banamex pasó, en cuestión de seis meses, de 3 a 7 por ciento, en tanto el índice general de tarjetas de crédito en suspensión de pagos llegó en enero pasado a 9.7 por ciento de las cuentas.
En contraste con estos hechos, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) exaltó, en su informe semanal, la fortaleza
de los bancos privados que operan en México y elogió sus niveles de capitalización y solvencia.
Ciertamente, las comisiones leoninas y los elevadísimos márgenes de intermediación con que trabajan la mayor parte de las instituciones bancarias de propiedad foránea en México les han permitido no sólo sortear la crisis, sino incluso contribuir a la salvación de sus alicaídas matrices mediante el envío de grandes utilidades al extranjero. Pero si la contracción económica se profundiza, nada garantiza que los bancos privados logren salir indemnes de la prueba.
El señalamiento de la SHCP es indicativo de la persistencia del infundado optimismo gubernamental, que el sentir popular identifica con el catarrito
que el titular de Hacienda, Agustín Carstens, pronosticó al inicio de la crisis actual, y que se ha convertido en una postración económica de gran calado, una severa devaluación del peso en su cotización frente al dólar y en tragedias sociales insoslayables, como las que padecen los cientos de miles de personas que han perdido su trabajo, la mortandad de micro, pequeñas y medianas empresas, las graves dificultades por las que atraviesan no pocos de los grandes consorcios industriales y comerciales del país y el deterioro en el nivel de vida de los segmentos pobres y de clase media.
Tal optimismo injustificado lleva al gobierno federal a reacciones a todas luces tardías y claramente insuficientes ante la crisis. Con ello no sólo se somete a gran parte de la población a una estrechez mayor de la que ya padecía antes de que se manifestara el actual desastre financiero mundial, sino que se abona el terreno para el surgimiento de descontentos sociales de consecuencias impredecibles, pero de seguro indeseables.
Probablemente las autoridades aún estén a tiempo de darse cuenta del tamaño del problema y de actuar en consecuencia, es decir, de ver que hay grandes sectores de la sociedad que no necesitan de mensajes tranquilizadores, sino de acciones concretas de ayuda y rescate.