l actual ministro del Interior del reino, Alfredo Pérez Rubalcaba, catedrático de química hace décadas, decidió convertirse en funcionario de la política. En su trayectoria ha cubierto una variada gama de cargos institucionales. Diputado, portavoz, secretario de Estado, etcétera. Considerado uno de los pilares de la organización, es un hombre oscuro que navega en las cloacas del sistema. De él resaltan su fama de conciliador. No en vano se le asignó el papel de negociador con ETA. Igualmente, cuando hay cortocircuito con el Partido Popular se le llama para limar asperezas acercando posiciones. Se vanagloria de ser amigo de los miembros más reaccionarios del Partido Popular, compartir aficiones y tribuna en el estadio del Real Madrid, Santiago Bernabeu.
Pues bien, en tanto director de las políticas de inmigración, extiende un comunicado a los aparatos de seguridad del Estado sobre objetivos y cuotas de expulsión de inmigrantes, sean legales o no. Se trata de una circular transparente por su contenido. Aunque descargando su autoría a subordinados, todo apunta a ser su autor intelectual o directo. Sea como fuere, alguien deslizó el documento a la prensa. Pero, ¿qué dice la circular? A la sazón, subraya la necesidad de expulsar 35 inmigrantes diariamente.
Lo anterior explica en parte el solapado aumento del racismo y la xenofobia, del cual beben el Partido Socialista, el Popular, CIU en Cataluña o el PNV en el País Vasco. Con honrosas excepciones, provenientes de la izquierda anticapitalista, es difícil medir el grado de confluencia, en materia de inmigración, cuando se trata de aplicar medidas represivas. Su máxima tiene una lógica: expulsad, cuanto más, mejor. En crisis, los inmigrantes constituyen un problema, aumentan los riesgos de conflictos sociales y elevan las tasas de desempleo.
Por esta razón, desde hace algún tiempo, es común tener conocimiento, por organizaciones como SOS Racismo o la Asociación de Derechos Humanos, de tratos vejatorios a ciudadanos de países africanos, asiáticos y latinoamericanos cuando son detenidos para tramitar su expediente de expulsión. En muchos casos, sin ninguna causa justificada. Para quienes no sepan la cifra de expulsados diremos que oficialmente supera el centenar al día.
El primer colador
son los aeropuertos. Los de Barcelona y Madrid se llevan la palma. Las autoridades del Ministerio del Interior recomiendan tener los ojos abiertos, guardar celosamente sus fronteras. Bajo la ley de extranjería y la directiva de la vergüenza, aprobada por el Parlamento europeo, se lleva a cabo un proceso de selección que pasa desapercibido para la población en el Estado español. Los detenidos no tienen posibilidades de protestar ni de expresar el trato indigno al que son sometidos. Están en tierra de nadie. Son invisibles para los medios de comunicación social. Su estancia en el país es breve. Obligados a permanecer en estrechas habitaciones, muchas veces sin comida, agua ni aseo personal, se limitan sus movimientos y se les trata como delincuentes, con perdón de los derechos de los delincuentes. Es la manera de intimidar, de romper la dignidad. Los cuerpos de seguridad del Estado buscan crear un entorno donde los detenidos se sientan culpables y deseen abandonar España. El regreso es una salida al sufrimiento. Pero antes de ser expulsados por la puerta chica, deben firmar un documento que exonera a sus guardianes de malos tratos. Es la vieja táctica de las dictaduras. Si quieres recuperar tu libertad
debes arrodillarte y dejar en claro que no hay torturas síquicas ni físicas. Mientras dura esa humillación se les traslada a centros de confinamiento, verdaderos campos de concentración habilitados en el aeropuerto, donde pasan el tiempo y les tramitan los papeles de extradición inmediata. En ocasiones no llega a las 24 horas su permanencia en dichas cárceles encubiertas. Se busca celeridad. Consumar la violación del habeas corpus y los derechos humanos. Se les niega la llamada telefónica a sus consulados.
Resulta común ver caras llorosas, tristeza y sentimientos de impotencia en las puertas de las llegadas internacionales de los aeropuertos de Barajas, en Madrid, o El Prat, en Barcelona. Tristeza, cuando hermanos o esposas no han pasado la barrera urdida tras bajar del avión. De esta manera se consuma la expulsión sin pasar por ningún juez. La explicación: no han pisado territorio español.
Desde criterios económicos, no poseer tarjeta de crédito, desconocer rutas turísticas o monumentos, la repatriación es inmediata. Por mucho que traiga consigo un billete de ida y vuelta, no hay misericordia. Se está sometido al arbitrio policial. Ahora bien, si por alguna casualidad ciudadanos del primer mundo y de países considerados fiables tienen problemas de visa u otro similar, el trato es deferente. Australianos, canadienses, japoneses o estadunidenses, entre otros. Salvo si son pillados in fraganti en delitos de posesión y tráfico de drogas, tienen entrada libre.
Por consiguiente, a pesar de quienes señalen lo contrario, el reino de España se configura como un Estado donde la xenofobia y el racismo forman parte de la idiosincrasia del país. Así, la decisión del Ministro del Interior de expulsar por lo menos 35 inmigrantes cada día no encontró demasiados detractores. Más bien, el silencio y la anuencia del reino Borbón. Ahora esta directiva de los 35 pone en indefensión a los inmigrantes en las calles de las ciudades, pueblos y lugares recónditos de la geografía española. Bienvenida la caza del inmigrante.