Editorial
Atenco: hacer justicia
A casi tres años de los abusos cometidos por policías federales y estatales en Texcoco y San Salvador Atenco, en mayo de 2006, la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) tiene previsto iniciar, el próximo lunes, la discusión pública de un dictamen sobre el caso, elaborado por el ministro José de Jesús Gudiño Pelayo. Entre otras cosas, el documento reconoce la comisión de violaciones a las garantías individuales de los pobladores de Atenco por parte de elementos de la fuerza pública (entre los que destacan diversas formas de agresión sexual) y atribuye tales vejaciones a “la falta de técnicas para preservar las detenciones, indolencia y cargas emotivas incontroladas y, por supuesto, injustificables” de los policías; asimismo, el texto aclara que el máximo tribunal no está facultado para fincar responsabilidades personales a los funcionarios involucrados –cuyos nombres son omitidos– en la violación de garantías, ni para establecer las sanciones correspondientes.
Sin duda, el solo hecho de que el máximo tribunal haya reconocido, en voz de uno de sus magistrados, la comisión de estos crímenes y la participación de las autoridades en ellos constituye un avance con miras al cabal esclarecimiento de esas lamentables e inaceptables agresiones, y ciertamente es un cambio positivo en la postura del propio Gudiño Pelayo, quien hace exactamente dos años, ante la posibilidad de que la SCJN atrajera el caso, sentenció: “no vamos a obtener nada más de lo que ya obtuvo la Comisión Nacional de los Derechos Humanos”. Sin embargo, al insinuar que los abusos se deben principalmente a la falta de preparación de las policías; al omitir la mención de los altos funcionarios involucrados; al no establecer sanciones en contra de los responsables, la investigación de la Corte pareciera limitar sus propios alcances y descalificar de alguna manera las conclusiones a las que arriba.
En efecto, ante la gravedad de los atropellos cometidos en Atenco –homicidios no esclarecidos, violaciones, detenciones arbitrarias, incomunicaciones, allanamientos de morada, golpizas y robo de pertenencias, hechos documentados por diversos organismos defensores de derechos humanos–, resultaría insostenible deslindar a funcionarios que, como Enrique Peña Nieto, gobernador de la entidad, o Eduardo Medina Mora, entonces titular de Seguridad Pública federal, tenían bajo su mando a los efectivos que cometieron esos delitos. Un resolutivo en ese sentido no sólo preservaría la impunidad de que disfrutan los responsables políticos, intelectuales y materiales de los graves atropellos sufridos por centenares de personas, sino que confirmaría que en el país prevalece un manejo faccioso de la justicia, y que los órganos encargados de impartirla operan bajo criterios de índole política, no legal: baste con contrastar el trato que hasta ahora han recibido los responsables de las acciones represivas de Atenco, con las sentencias desproporcionadas, la invención de delitos y la persecución política de que han sido objeto los líderes sociales de la localidad mexiquense. Tal perspectiva acentuaría, además, el descrédito en que el máximo tribunal se encuentra inmerso como consecuencia de sus propias decisiones.
En suma, la Corte no sólo tiene en sus manos la resolución en torno a un episodio atroz, en el que fueron cometidos crímenes que no deben quedar impunes: tiene, también, la responsabilidad de reivindicar, en alguna medida, su compromiso con las garantías individuales y con la vigencia del estado de derecho, y de reivindicarse a sí misma de cara a la sociedad. Cabe esperar que los magistrados cobren conciencia de ello.