El mexicano se muestra en el modo de ocultarse; nos revelamos en las máscaras que elegimos: Armando Bartra
El Santo es la máscara por excelencia. No es sólo un luchador enmascarado, sino un símbolo representado en una máscara; esta condición es la que le da profundidad mitológica al personaje, sostiene el sociólogo Armando Bartra, investigador de la Universidad Autónoma Metropolitana y especialista en historieta popular mexicana.
“No hay que olvidar –contra lo que opinaba Octavio Paz en El laberinto de la soledad– que el mexicano se muestra en el modo de ocultarse; nos revelamos en las máscaras que elegimos ponernos, esas caretas son nuestros verdaderos rostros. Por eso los enmascarados son seres terriblemente emblemáticos y, en la mitología popular, El Santo es la máscara viviente.”
Además, detrás de una máscara no hay absolutamente nada, sólo un vacío que hace que en la cubierta esté el verdadero significado de la realidad, explica Bartra.
En ese sentido, el símbolo de El Santo trascendió al hombre que se enfundaba la capucha plateada y que se ganaba la vida a punta de costalazos; en cierto modo, plantea, Rodolfo Guzmán Huerta sólo fue un accidente, un portador del mito, porque la verdadera esencia era la máscara en sí.
“La jeta con la que nacemos es una fatalidad biológica, un destino genético que no elegimos. En cambio, las máscaras que nos ponemos todos los días para salir a la calle son elegidas por nosotros, son obras de libertad que diseñamos y confeccionamos, son nuestro verdadero rostro en la medida en que nosotros lo inventamos”, de ahí su encanto y su poder de seducción, opina Bartra, quien ya desenmascarado exclama:
“¡Mueran las fotos de ovalito! ¡Vivan los antifaces, las caretas, los tatuajes, los piercings, las prótesis, los maquillajes! Hagamos como Rodolfo Guzmán e inventemos nuestro rostro, hagamos nuestra máscara, porque esta es nuestra única realidad.”
–¿Qué significados adquiere un héroe como El Enmascarado de Plata? ¿Tiene algún sentido?
–No quisiera decir que El Santo sigue correspondiendo a la visión del héroe puro y justiciero, en el que todavía creíamos en los años 50, 60 y hasta en los 70; no, vivimos en un mundo de máscaras, y mientras éstas sigan siendo la única forma de vernos las caras mutuamente la imagen de El Santo se mantiene como un emblema válido, lo mismo que los pasamontañas zapatistas, y –ni modo– como las máscaras de los políticos, y como otras formas de revelarse ocultando.
“Tenemos a El Santo tan presente en nuestro imaginario colectivo precisamente porque es el símbolo de este mundo de apariencias en el que vivimos; no es que no importe lo que está detrás, sino que no estamos muy seguros de que haya algo.”