Usted está aquí: jueves 5 de febrero de 2009 Opinión Si todos los hombres del mundo

Olga Harmony

Si todos los hombres del mundo

El viejo drama de Gabriel Arout, escenificado en 1981 por Nancy Cárdenas, vuelve a nuestros escenarios dirigido y actuado por uno de los que encarnaron un papel en ese entonces, Abraham Stavans. Creo, y lo digo sin asomo de ironía, que las intenciones tanto de Stavans que personifica a un sastre judío como de Ari Brickman que encarna a un antiguo SA (Tropa de asalto) nazi, son muy nobles y creíbles. Que cuando el director habla de la pertinencia de reponer la obra en estos momentos ante a lo que ocurre en la zona de Gaza se está refiriendo a la posibilidad de que el pueblo palestino goce de paz y territorio y que la acción genocida de Israel se suspenda y ambos pueblos vivan como buenos vecinos. Pero el hecho de que el montaje sea apoyado en su producción por la Asociación Yad Vashem de México, encargada de mantener la memoria del Holocausto, produce ciertos reparos.

Mucho se compara las acciones contra los palestinos con las sufridas por el pueblo judío a manos de los nazis (que también cometieron brutalidades sin nombre contra gitanos, comunistas, homosexuales u otros opositores al monstruoso III Reich) pero yo propondría que, sin olvidar al Holocausto, podamos separar una cosa de la otra y desprendernos del temor de parecer antisemitas si condenamos lo que está haciendo Israel. De esa manera podemos ocuparnos del tema de la obra.

Gabriel Arout es un dramaturgo francés de origen ruso que obtuvo en vida premios y honores, aunque ahora esté casi olvidado. Si todos los hombres del mundo –si ese es su verdadero título, porque en francés es Oui y en el programa de mano no se da crédito de traductor– plantea una situación tan inverosímil que casi se vuelve abstracta, como ocurre con la mayoría de las obras de tesis. Un sastre judío, preso por el único hecho de serlo como ocurrió con los de su raza que estuvieron en campos de concentración, y un antiguo oficial de las tropas de asalto nazis son encerrados en una celda juntos y se ofrece perdonar la vida de quien mate al otro. El sadismo de los nazis, aun a punto de perder la guerra, permite aceptar dicha convención, así como que el alemán lo advierta y por ello se niegue a la lucha. Hasta aquí, porque de convención en convención los personajes terminan por ser poco verosímiles.

Ese antiguo SA está preso desde hace diez años por haber participado en una rebelión contra Hitler, aunque no da más datos. Si la acción de la obra se ubica a finales de la guerra, la rebelión a la que se refiere sería la de Roehm en 1934 que dio lugar a espantosas matanzas de los rebeldes y aun otros, luego conocidas como “la noche de los cuchillos largos”. Rafael, el ex nazi se salva a saber por qué y sufre prisión libre de torturas, porque así conviene al autor. El inculcado desprecio a los judíos sale a flote en él cuando Max, su compañero de celda se revela como tal. Pero poco a poco, en intercambio de confidencias, recuerda un amor por la muchacha judía Clara y cómo se le rompió el corazón cuando el padre de ella la negó en matrimonio.

Por su parte, el sastre judío, a pesar de sus insoportables gimoteos, no puede ser tan tonto como para no reconocer el himno nazi, que le parece una linda música en uno de los más falsos datos humanísticos de la obra: la música es linda, aunque acompañe a mis correligionarios a las cámaras de gas y yo por eso la disfruto, como disfruto confidencias con uno de aquellos que me privaron de todo. La falsedad del texto se hace evidente a pesar de la inteligente escenografía de Manuel Lara en teatro ring, con un cubo de paredes de gasa transparente rodeado por los espectadores, pero en cambio resalta en detalles de la escenificación, como ese uniforme impecable en un campo de concentración que ambos lucen, el SA con parte de su antiguo uniforme (como si le hubiera sido permitido durante diez años en solitario) y Max con uniforme azul cortado a la medida, ambos con zapatos relucientes. Un poco de realismo en las apariencias hubiera aportado realismo a las entrañas de ese texto bien intencionado, en donde la sobriedad de Ari Beckman contrasta con la sobreactuación de un lloriqueante Abraham Stavans al que se acredita en cambio buen trazo en teatro ring.

 
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