Tarzán vs Quetzalcóatl
Ampliar la imagen El hombre mono “vence” a Quetzalcóatl y posa su pie sobre la cabeza de la serpiente emplumada
Un dilema se plantea al escritor de los textos: ¿Dará en su libreto una información arqueológica que el curioso o el estudiante puede ampliamente hallar en libros? O bien, ¿puede, como en Egipto, narrar y escenificar la historia relacionada con las pirámides? Este sería el camino obvio y sencillo, si se conociera la historia teotihuacana, pero no se conoce. Carecemos de nombres de reyes, caudillos, sacerdotes, héroes, fuera de Quetzalcóatl y su símbolo constantemente reiterado. Tenemos, en cambio, los mitos bellísimos de significación eterna, y todos relacionados con los monumentos frente a los cuales se instalarán los espectadores.
El domingo fui a Teotihuacán. Quería instalarme en silencio frente a lo que verán quienes asistan al espectáculo. Pienso todavía irme a pasar allá unas noches. Había miles de visitantes, jóvenes en su mayoría; tanto, que muchos eran capaces de trepar sin fatiga los sesenta y tres metros de la pirámide del Sol. Y todos recorrían con orgullo y respeto los monumentos: la Calle de los Muertos, el Quetzalpapálotl –cuyo interior visité, guiado por don Jorge R. Acosta. Y de pronto, voy viendo algo que mis ojos se resistían a creer: al pie mismo de la pirámide de la Luna, sobre la plataforma central de la plaza, ¡un set de cartón! ¡Y al fondo, un par de chozas puntiagudas! ¡Y abajo del Quetzalpapálotl, un muro de cartón con una reja al centro!
¿Qué era aquello? Me lo explicaron: se va a filmar una película. Una película norteamericana, ¡de Tarzán! ¡Con leones! ¡De suerte que para esto erigieron las pirámides los gigantes! ¡Para esto exhumó don Leopoldo Batres la de la Luna en 1905! ¡Para esto don Eusebio Dávalos Hurtado creyó ver el cielo abierto cuando el gobierno del licenciado López Mateos autorizó una erogación de 26 millones de pesos para las exploraciones y reconstrucciones realizadas en tres laboriosos años! ¡Para que se filmara allí una película de Tarzán! ¡Para que toda esa grandeza le sirviera de set a un cirquero!
Ardí en sacrosanta ira. No me cabía en la cabeza semejante sacrilegio. Pienso que debe haber alguna autoridad consciente que lo impida. No me imagino que el gobierno griego permitiría que en la Acrópolis se hiciera una película de Tarzán; ni que el de Egipto permita una blasfemia semejante con sus pirámides. Yo no puedo hacer nada más que clamar. E ir de asombro en asombro cuando al día siguiente veo en un diario consignada la simple noticia de que se está filmando esa película en Teotihuacán, ¡y que qué bueno, porque están empleando en ella a mil quinientos extras! ¡Un plato de lentejas!
Me explico un poco que el autor de esa información la dé como si nada; por muy mexicano adoptivo que ya sea, el buen Juan Manuel Tort es español, y no puede sentir suyo lo prehispánico, ni medir el alcance de la ofensa que se le infiere con semejante churro. Él es cronista de cine, y da su nota, y se congratula de que se hagan películas.
En el teatro de Margarita Urueta, cuando el lunes fui a ver su pieza, y la de Ionesco, platiqué en el pórtico con algunas personas acerca de aquel desacato. Estaba ahí otro cronista de cine y teatro. “Ojalá usted dijera algo. Es espantoso.” Pareció convenir conmigo. Y hoy en la mañana, voy viendo en su página una nota: “Salvador Novo contra Tarzán”, y luego, vaguedades. Hacer un chiste debe haber sido todo lo que se le ocurrió. ¿Estaré solo en mi indignación? Para el lunes, en Novedades, he escrito mi artículo sobre ese asunto: “Tarzán y Quetzalcóatl.” Veremos qué sucede. Cuando menos, que en ese artículo y en esta carta conste mi más enérgica protesta.
¿Somos todos culpables de un abyecto comercialismo con lo prehispánico? Examino mi propia conciencia y encuentro en ella fragmentos de episodios que se parecen mucho a la culpa que induzco.
Ya le he contado a usted que suelen visitarme los inditos que venden ídolos entre falsos y buenos. Su autenticidad me preocupa menos que su belleza; porque después de todo, están hechos por las mismas manos y con el mismo barro unos que otros, apenas con unos siglos de diferencia.
Una mañana de la semana pasada me trajeron nueve ídolos preciosos. Después de mucho regatear, me los dejaron en mil cuatrocientos pesos el lote. Los deposité en el Tecuhtlacualoyan, con los demás, mientras decidía dónde y cómo colocarlos.
Al rato coincidieron en el comedor: por su lado, Gustavo Alatriste y Luis Buñuel, y por el suyo, Víctor Manuel Villaseñor. Se juntaron y decidieron comer en el Tecuhtlacualoyan, más en privado; de modo que vieron mis ídolos; y Villaseñor cogió uno particularmente hermoso, y me preguntó: ¿Cuánto pagaste por éste? Yo, por presumirle, le dije que quinientos pesos, pues cuando no sabía regatear, he pagado eso y más. “Te doy setecientos”, me retó. “No, no vendo mis ídolos.” Insistió, me seguí negando. “Doy mil”, sugirió Gustavo, y en voz baja, me indicó que quería regalárselo a Villaseñor.
¿Cómo pues negarme? Acepté el cheque, se llevaron mi ídolo precioso, y los restantes ocho me salieron, en consecuencia, al razonable precio de cincuenta pesos cada uno.
¿Hice mal? ¿Tan mal como los que permiten que se filme Tarzán en las pirámides? Creo que bastante menos.
Ya había yo dado por concluida esta carta cuando recibí la más estimulante y grata, y ciertamente inesperada y venturosa, de todas las noticias de la semana: el señor licenciado Moya Palencia, director de Cinematografía, al leer en El Universal, la pequeña nota “Salvador Novo contra Tarzán” de que le hablo a usted arriba, procedió, en el acto, a enviar a un inspector a Teotihuacán. El inspector certificó que la autorización de filmar ahí esa película provenía de Educación; que esta dependencia había obrado, al concederla, de buena fe y sobre el supuesto de que tal historia suceda en un país imaginario, y sobre la recomendación de que indirectamente sería bueno para el turismo que se miraran las pirámides en las pantallas.
Pero los productores no tenían permiso de construir, como lo habían hecho, sets ni postizos sobre los monumentos. Esta transgresión invalidaba su permiso, y el licenciado Moya Palencia procedió a cancelarlo, a recoger los rollos ya filmados ahí, y a suspender lo que iba a seguir.
Fue el propio señor licenciado Moya Palencia quien tuvo la atención, que le agradezco profundamente, de telefonearme estos hechos, y de decirme que celebraba mi oportuna voz de alarma.
Es ciertamente estimulante ver que un funcionario hace caso inmediato de una voz que parecía clamar en el desierto. Porque era un desierto el de las páginas de cine de todos los periódicos, que ignoraban o se callaban que se estuviera cometiendo o a punto de consumar la atrocidad que sólo yo señale.
Ya para esa hora había yo enviado a Novedades mi artículo furioso del lunes 15. No lo retiré. Pienso que su publicación, aun cuando ya no parezca tener el objeto de impedir lo que ya se frustró, puede servir para que no se repitan en lo futuro amenazas semejantes a la dignidad de nuestros monumentos. Simplemente rogué a Novedades que añadiera una línea con el anuncio de que el peligro se había ya conjurado.
Texto incluido en el volumen La vida en México en el periodo presidencial de Gustavo Díaz Ordaz, publicado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes