Editorial
Justicia facciosa
El gobierno federal reveló ayer, por medio de la Procuraduría General de la República, que el pasado 30 de diciembre presentó de manera formal la solicitud de extradición del líder minero Napoleón Gómez Urrutia, quien desde marzo de 2006 se encuentra en territorio canadiense, “por considerarlo probable responsable de los delitos de fraude, asociación delictuosa y otros ilícitos cometidos en agravio de los afiliados” del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana.
Sin prejuzgar sobre la veracidad o la falsedad de las acusaciones construidas por el foxismo y retomadas por la administración calderonista contra Gómez Urrutia, el gobierno federal habría incurrido en una tardanza difícilmente justificable al solicitar la extradición del dirigente gremial casi tres años después de que empezó la persecución judicial en su contra, y habida cuenta de que siempre se ha sabido su paradero.
Independientemente de tales consideraciones, los empeños de las dos últimas administraciones por inculpar y aprehender a Gómez Urrutia no parecen obedecer a un espíritu de esclarecimiento y procuración de justicia sino a una campaña de persecución política en contra del dirigente minero. Fundados o infundados, los señalamientos en torno a los supuestos manejos irregulares de Gómez Urrutia no son nuevos, y de hecho no lo eran en marzo de 2006, cuando el gobierno foxista inició las pesquisas correspondientes; pero la pasada administración no prestó atención a esas acusaciones sino hasta que el líder adoptó una postura abiertamente crítica hacia las autoridades laborales, tras la tragedia ocurrida en la mina Pasta de Conchos a principios de ese año: sólo entonces las autoridades del país se dieron por enteradas de los “abusos” cometidos por el líder sindical en contra de los trabajadores del gremio y sólo entonces la PGR inició procesos legales en su contra por “delitos financieros y probable lavado de dinero”.
En el actual ciclo de gobierno, la dependencia ahora encabezada por Eduardo Medina Mora ha exhibido la misma conducta: baste con mencionar, como botón de muestra, la impugnación que presentó en contra de una sentencia de amparo definitiva, otorgada por un juez de distrito en favor de Gómez Urrutia en octubre de 2007, que cancelaba las órdenes de aprehensión en su contra. El anuncio de ayer confirma, en suma, la continuidad, entre el foxismo y el calderonismo, de un empleo faccioso de las entidades federales y los organismos de procuración de justicia como instrumentos de golpeteo político en contra de quienes son considerados adversarios. Para perjudicarlos, el estilo panista de gobernar es capaz de fabricar imputaciones falsas, como ocurrió con el proceso de desafuero emprendido en 2005 en contra del ex jefe de Gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, cuando la propia PGR fungió como punta de lanza en el intento por destruir jurídicamente al tabasqueño y por allanar, de esa manera, el camino a la Presidencia de la República para quien fuera el aspirante panista.
Ejemplos más recientes de estas distorsiones son la impunidad de que disfrutan los gobernadores de Puebla y Oaxaca, Mario Marín y Ulises Ruiz, a pesar de los señalamientos en su contra por graves violaciones a los derechos humanos, y el doble rasero aplicado en el caso Texcoco-Atenco: mientras que por un lado se criminalizó la protesta social, por el otro se exentó de toda pesquisa a los responsables directos, indirectos y políticos de las torturas y los abusos sexuales cometidos por las fuerzas represivas contra los disidentes. El gobernador mexiquense, Enrique Peña Nieto, el propio Medina Mora, por entonces titular de la Secretaría de Seguridad Pública federal (SSP), y los efectivos que participaron en esos actos de barbarie, que eran subordinados de uno y de otro, fueron beneficiarios de esas exoneraciones aberrantes que provocaron un enorme y perdurable descrédito en los órganos federal y estatal de procuración de justicia.
Otro botón de muestra de esa actitud es la desidia o la franca vocación absolutoria de la PGR y otras dependencias de gobierno cuando sus obligaciones legales las impelían a indagar a allegados a los círculos del poder político sobre quienes pesan sospechas de manejos turbios e ilícitos, como los hijos de Marta Sahagún, señalados por presunto tráfico de influencias, o el extinto ex secretario de Gobernación, Juan Camilo Mouriño, quien, cuando era legislador, y luego cuando era funcionario federal del sector energético, actuó como representante legal de empresas de su familia para firmar contratos con Pemex.
La culpabilidad o inocencia de Napoleón Gómez Urrutia es algo que tendría que demostrarse y resolverse ante los tribunales correspondientes en un proceso regular y con todas las garantías que la ley concede a los inculpados. Pero, ante el evidente manoseo de la justicia que realiza el gobierno federal, cabe dudar que un juicio con esas características pudiera llevarse a cabo; lo más probable, por desgracia, es que en este caso la parte acusadora haga prevalecer, por encima del espíritu de impartición de justicia, los intereses políticos del grupo en el poder. Esa actitud, lejos de contribuir a establecer un verdadero estado de derecho, introduce elementos inocultables de arbitrariedad, discrecionalidad y partidismo en el ejercicio gubernamental y confirma y fortalece la desconfianza popular hacia la institucionalidad hoy controlada por el panismo. Con esos antecedentes, resulta por demás explicable el escepticismo social ante las exhortaciones oficiales a respaldar a las corporaciones y dependencias que tendrían, en teoría, que combatir el delito.