Usted está aquí: lunes 26 de enero de 2009 Cultura El desestacionador de Luján

Hermann Bellinghausen

El desestacionador de Luján

Una fina llovizna bañó el parabrisas y puse los limpiadores. La música en el reproductor se había acabado. La voz de El Larry entró en contrarritmo con el golpeteo de los brazos mecánicos contra el vidrio, en una especie de rap involuntario:

“Caminamos entre las mesas. Seguía a Luján sintiéndome oveja al matadero. Ya no me parecía tan divertido dejarlo probar conmigo uno de sus inventos. En realidad siempre le fallaban, por lo visto. No pude dejar de notar la calidad plástica de sus ‘modelos’, inútiles pero estéticos. Le dije qué onda y él dijó qué onda de qué. ¿Qué pedo con tu desestacionador?, dije, y él, con entusiasmo, más que sospechoso, que dice que es su mejor cosa hasta ahora.

“No era la respuesta que yo quería. Como que se desentendió. ¿Qué, pues? insistí. Me dio mala espina que se estuviera haciendo guaje.

“Llegamos a un rincón de su inmenso taller de lámina acanalada. El dichoso desestacionador parecía instrumento de tortura. Una silla con respaldo de roble, un asiento de bicicleta y dos pedales fijos abajo, de metal y cuero negro. Se me figuraron grilletes.

“Al fin, Luján explicó. Se trata de un transformador de la percepción estacional. De este calorón veraniego te manda a las nieves de invierno en otra parte, o a una sequedad podrida de otoño, o a una primavera entre cerezos de calendario japonés. ¿Una máquina del tiempo?, dije. No, dijo, más bien una máquina del clima. ¿Interior?, dije. No sólo, dijo. Chistosito, ese Luján.

“Me sentí con derecho de preocuparme. ¿Lo ha probado en más gente? dije. Luján sonrió, y vagamente dijo sí, más gente. Y como si se le saliera, agregó:

“–Aquí no hay gente.

“–¿De menos Alma, lo probó? –aludí a la cantinera negra que Luján llamaba ‘la dama’.

“–No me atrevería a pedirle. Me da miedo que conozca otra estación y ya no quiera regresar.

“Ajá, la cosa con Alma era intensa. Mejor no mencioné al marido. Pero en tanto, yo allí de su pendejo. Qué tal que me perdía, el güey. Yo nada más quería un galón de gasolina, no perderme en el espacio por culpa de un Ciro Peraloca tropical. Comprendí que lo más sensato era echarme para atrás, aún a riesgo de quedar varado en Lázaro Cárdenas o saliendo a la carretera solitaria para mendigar con mi botellón vacío.

“–Sabe qué, mi buen. Creo que mejor nel. Ahí lo dejamos.

“Luján se molestó. Que era un trato. Qué clase de cucaracha era yo que me rajaba. ¿No que ‘por la gasolina lo que sea’? ¿No que muy curiosito? Aguanté vara. Ya iba a empezar con los insultos. Le dije:

“–Ahí se ve, jefe.

“Me dirigí a la salida. Un momento Luján se paralizó. Luego caminó tras de mí, sin decir nada. Yo apresuraba el paso, y él también. Las mesas y el tiradero estorbaban, había que ir como en slalom. Acabé echando a correr. Luján también. Recuerdo que pisé una caca de perro. Perro, ¿cuál perro, si no había visto ninguno? Entonces que me sale al encuentro un perrazo negro y silencioso. Me espantó, pero no me detuve. No atacó, nomás me vio brincarlo, atónito. Cuando caí del otro lado empezó a mover la cola. Sólo eso me faltaba: gustarle al perro, o perra.

“Seguí corriendo. La cadena no estaba colocada. De una patada empujé el portón y gané intemperie. Corrí como demente hacia el bar, y aunque ni Luján ni su perro salieron del taller para seguir persiguiéndome, no paré hasta la barra de tablas donde Alma seguía, en la penumbra, contemplándose las uñas. Ya que no habría gasolina, pues al menos otra ‘fría’.

“–Chidas las esculturas de tu amigo –le dije a Alma en tono de reclamación, pues bien que sabía a dónde me había mandado. Se limitó a destapar la botella, sin decir nada.”

 
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