Precio y promesa de la ciudadanía
En México se ha intentado una interpretación para consumo político interno muy acorde con el estado de ánimo y la pequeñez de nuestras elites políticas, de la toma de posesión de Barack Obama y de su discurso inicial.
Antes de retomar los argumentos de ese discurso, quisiera ilustrar aquel estado de ánimo en nuestras elites aludiendo al programa anticrisis que anunció el presidente Calderón hace unos días. Las propuestas, muchas de ellas útiles y necesarias, transportan en su seno tres interpretaciones a mi juicio erróneas. Una, que el corporativismo obrero, popular y empresarial está en condiciones de acordar y llevar adelante medidas de activación económicas como en los años 80 y 90. Segunda, que no se requiere una transformación del sustrato político e ideológico de la política económica, sino sólo adecuaciones, algo así como Keynes sin keynesianismo. Tercera, que enfrentamos un crisis de corta duración. Más grave aún, este progama anticrisis carece de una apelación directa a la ciudadanía capaz de conmoverla e incitarla a la acción solidaria. No atiende, y esta es su principal carencia, a las causas de la crisis en su expresión nacional: la falta de confianza de los ciudadanos y la parálisis política de sus elites. En síntesis, no hay apelación a la responsablidad compartida ni mensaje que incite a la acción.
El discurso de Obama ha sido interpretado como uno que se aleja de la retórica del candidato y se instala en la sobriedad del jefe de Estado. Lo es. Pero a partir de esa obviedad, se cuela un mensaje en clave pernicioso. La política así es: promesas en las campañas y políticas diferentes cuando se asume el poder.
Yo veo, en cambio, congruencia y continuidad entre la campaña y la toma de posesión. En tres temas el discurso inagural opera rupturas conceptuales que se expresarán en políticas públicas. Uno, no discute el tamaño del aparato gubernamental, sino la eficacia de sus intervenciones. No debate si el mercado es una fuerza positiva, sino la necesidad de que tenga regulaciones. Dos, Obama propone enfrentar la desigualdad creciente en Estados Unidos con el auxilio de una idea poderosa. Ningún país prospera por mucho tiempo si sólo favorece a los que ya son ricos. Importa más que el tamaño del PIB, el alcance de la prosperidad para todos, añade. Tercero, en temas de seguridad rechaza como falso que haya que elegir entre ésta y el mantenimiento de los ideales.
Estas rupturas están sustentadas en una convicción que cruza el discurso de Obama y que representa el puente discursivo entre el candidato y el presidente. Dice: lo que no entienden los cínicos es que el terreno que pisan ha cambiado, que las manidas discusiones políticas que nos han consumido durante tanto tiempo ya no sirven.
El hilo conductor del discurso de Obama es el concepto de corresponsablidad. Aunque reconoce que la economía se ha debilitado como consecuencia de la codicia de algunos, subraya también la “incapacidad colectiva para tomar decisiones difíciles y preparar a la nación para una nueva era”. Apela en esta idea fuerza de la corresponsabilidad a los audaces, a los constructores de cosas, a los más activos. Los ilustra con los migrantes, los colonizadores y los soldados. Llama, sobre todo, a reconstruir Estados Unidos. ¿Qué quiere decir con ello? “El fin al inmovilismo, a proteger estrechos intereses y a aplazar decisiones desagradables”.
Si Obama llama a inaugurar una era de corresponsabilidad, lo hace proclamando “el fin de las disputas mezquinas y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas gastados que durante tanto tiempo han sofocado nuestra política”. Pero, sobre todo, la convocatoria a esta reconstrucción de su país la sustenta en la confianza en la ciudadanía: “a la hora de la verdad, la fe y el empeño del pueblo estadunidense son el fundamento supremo sobre el que se apoya esta nación”. Esto es lo que llama el precio y la promesa de la ciudadanía.