Paranoia y mediocridad
La idea de la guerra en México ha sido un paralaje íntimo e histórico a la vez. En 1870, una vez derrotadas las tropas francesas y frente a las noticias de un posible alzamiento encabezado por Porfirio Díaz, Lerdo la describía con bastante frialdad: “Más allá de todos los sueños del progreso, el bienestar y la justicia el país anhela, por encima de cualquier otra esperanza, una condición elemental que sólo conoce por oídas y por los libros de los viajeros: la paz. La paz civil que hace posible pensar en que los sueños tienen algún sentido”. En principio, Lerdo no hacía más que documentar los saldos de una larga y masiva historia de asonadas, rebeliones, levantamientos, de violencia política y criminal que había cifrado los lados más íntimos de la vida pública desde 1810.
La palabra “guerra” tenía múltiples connotaciones. Pero la frase de Lerdo aludía acaso a la más sensible (y la má sentida) de todas ellas: la imposibilidad de imaginar la vida más que como un apéndice del estado de excepción. En ella, el término “paz” se antoja prácticamente como una utopía.
Unos cuantos años después, Porfirio Díaz logró instaurar durante tres décadas un fragmento de esa “utopía”, aunque los costos resultaron finalmente explosivos. Hoy sabemos que el porfiriato trajo paz a sus elites gobernantes, no a la sociedad. Por el número de revueltas sociales, movimientos que son catalogados como “gavillas” y el crecimiento desmedido de las “fuerzas del orden”, es una época en que el país queda dividido casi en dos polos: la intranquila tranquilidad de una reducida clase media y la vida convertida en sinónimo cotidiano del riesgo para la parte más considerable de la población.
La Revolución de 1910 acabó con esa versión de la “paz”. Durante las siguientes tres décadas, quienes dominan todos los paralajes del sentido son los que guerrean. “La fiesta de las balas” es una metáfora que quiere ironizar la precisión con la que ese estado alcanza los rincones más inverosímiles del orden cotidiano.
Desde 1940, el partido prácticamente único gobernó sobre la base de una memoria en que, por primera vez en la historia nacional, la estabilidad era una entidad calculable Y el cálculo no era a discreción. Habitar en el seno del sistema traía consigo no sólo prerrogativas y posibilidades sino la garantía de que la política había sustituido efectivamente el lenguaje de las armas. La historia de sus disdentes y sus opositores es distinta. Pero las franjas, se podría decir, se hallaban relativamente bien demarcadas.
Uno de los cambios más sustanciales que produjo la alternancia del año 2000 cifra, en cierta manera, la parte más insólita de la transición mexicana. Después de ocho años de administración panista se ha retornado, según la versión oficial, a ese estado que se creía superado para siempre: la guerra. Cierto, se trata de la guerra contra (y entre) el crimen organizado. Pero la guerra, y mucho más ésta, es simple y llanamente la guerra. La paradoja es que la democratización del país llevó a su orden civil ahí donde jamás creía que habría de regresar.
Es una guerra muy distinta a las que se vivieron en el siglo XIX, o la que arrastró a la sociedad a partir de 1910. Aquellas fueron, de una u otra manera, conflagraciones políticas, definidas por “frentes”, “demandas” y expectativas sobre la paz misma. Basta con seguir el apremio que surge desde el gobierno de Carranza por instaurar la paz para entender que todos los frentes parecen estar convencidos de que la Revolución la hegemoniza quien logre terminar efectivamente con la militarización de la vida pública.
La de hoy cifra una guerra sin fronteras, sin frentes ni sujetos definidos. No parece haber en esta violencia proyecto ni método que rebase el de la violencia misma.
La pregunta que nunca deja hoy de reiterarse es: ¿cuáles son sus frentes?, ¿y cuáles sus metas?
Lo que es patente es que una de sus causas, ni siquiera la mayor, se debe buscar en aquello que aparece como una de sus consecuencias: la paranoia de la sociedad política.
En rigor, la paranoia es, paradójicamente, una forma de egocentrismo. El paranoico está convencido de que los demás quieren amenazar lo que tiene o aquello que representa. Llevada a la esfera política, se trata de un autocentrismo invasivo. Y es obvio que quien se siente perseguido acaba por encontrar a su perseguidor. La diferencia entre la violencia de hoy y aquella sobre la cual gobernó el PRI es que la de nuestros días afecta indistintamente a todos los sectores sociales, sobre todo a sus elites. Y la pregunta es si una cultura que siempre estuvo convencida que tenía algo que los demás le querían arrebatar no ha hecho más que multiplicar la predisposición a convertir al Estado entero en un sujeto de su propia paranoia.