Prodigios se han visto
¿Por qué ocurren los milagros? ¿Qué misteriosa mecánica produce los prodigios?
Ephraim George Squier, quien llegó a Nicaragua en 1850 como primer embajador de Estados Unidos, cita en su libro Nicaragua, sus gentes y paisajes, el informe que le presentó un amigo anónimo de la ciudad de León sobre el estado de la educación: rara era la población donde hubiera maestros, y en las pocas escuelas que existían se enseñaba nada más los fundamentos de la doctrina cristiana, y a leer y a escribir; los niños repetían en coro la lección que dictaba a grandes voces el profesor, armado de una férula para reprimir a los díscolos. Los libros de texto obligados eran el silabario Catón, El catecismo del padre Jerónimo Ripalda, y El ramillete, que contenía definiciones teológicas, selecciones de encíclicas papales, credos, leyendas fabulosas y oraciones piadosas a la Virgen, a los santos y a los ángeles, textos que, además del sombrío carácter de su contenido, eran “suficientes para amilanar al más avispado muchacho”.
En 1867, un año del que hay que tomar nota al hablar de milagros, había menos de 4 mil alumnos varones de primaria en todo el país, divididos en 92 escuelas, y sólo nueve escuelas para niñas, con una matrícula total de 500 alumnas. El ministro encargado de la Instrucción Pública, en su informe dirigido al Congreso, confiesa: “yo diré que el estado actual de la instrucción pública humilla la delicadeza de nuestro patriotismo...”
En aquellas poblaciones como León y Granada donde existían escuelas superiores, se enseñaba el latín, también bajo el cansino método repetitivo, y se daban otras materias, como la filosofía escolástica. En León sobraban los bachilleres en las familias acaudaladas y el birrete doctoral pasaba en herencia entre ellas. “En Nicaragua, por tanto, con la falta de maestros, métodos, libros, aparatos de laboratorio, y de casi todos los elementos de enseñanza, no existe lo que propiamente pueda llamarse educación” concluía el ciudadano nicaragüense que ilustraba al diplomático recién arribado, no mucho años antes de que llegara aquel de 1867.
Había, también en el 1867 que decimos, un solo periódico semanal, La Gaceta, que era de carácter oficial, y otro llamado El Porvenir, dirigido por don Enrique Göttel, que no siempre salía a tiempo. En el registro de aduanas de ese 1867 no aparece ninguna importación de papel, o de tinta de imprenta, y más que libros se imprimían volantes y folletos en las únicas tres tipografías del país, una de ellas en León. La importación de libros, españoles y franceses, aparece en esos registros como marginal.
“Uno de los caracteres más especiales de la existencia en Nicaragua es la monotonía; las distracciones son muy escasas; no hay ningún “club”, ningún café verdaderamente digno de ese nombre. Los únicos establecimientos que se parezcan algo a ellos son los billares, que sirven a la vez de tertulia y de casa de juegos”, dice monsieur Pablo Lévy en sus Notas geográficas y económicas sobre la república de Nicaragua.
Squier agrega que no hay diversiones permanentes, salvo la gallera, “que abre todos los domingos por la tarde...” Y según su relato, el director supremo del estado, don Norberto Ramírez, ante quien presentó cartas credenciales, siendo aún León capital de Nicaragua, asistió una noche con todo su gabinete de gobierno, el general Trinidad Muñoz, jefe del ejército, en uniforme de gala a su diestra, a la función de estreno de un circo instalado en uno de los baldíos de la calle real, la Compañía Española de Funámbulos, presentes, además, “todos los principales ciudadanos, las bellas y las elegantes de la metrópoli, más unas dos terceras partes del clero…” Y el mismo Squier se hallaba allí, obligado por el protocolo, como parte del exiguo cuerpo diplomático.
El embajador, curioso, acucioso, y no pocas veces impertinente, encontró también en León a un personaje de nota, el padre Pedro Crispín, el único optómetra de la América Central, dueño de un aparato para cortar y pulir lentes, y de un telescopio de su fabricación, con el que se podían contemplar los anillos de Saturno; pintor, pues en la pared del corredor de los criados había unos frescos de su mano, figuras de animales tomadas del Alfabeto ilustrado, que comenzando en la A de armadillo, terminaban en la Z de zopilote, todas las ilustraciones de gran tamaño y colores chillones. Además, era matemático, arquitecto, y constructor, que leía a Euclídes una vez al año, lo mismo que la Historia natural, de Plinio, y fabricaba cuentas de rosario con huesos de damas difuntas en un torno de pedal; sentía también una invencible atracción por los relojes, de los que tenía incontables en su casa, “cajas sin reloj, relojes sin caja, relojes de toda forma y tamaño que reparaba, cuerdas, pesas pinzas, péndulos, ruedecillas, resortes… componía los relojes de todo el mundo, y aun rogaba a los de pueblos distantes que se los llevaran...”
Poco tiempo después de que Squier iniciara su misión en Nicaragua, que duró apenas dos años, aparecerían los filibusteros de William Walker para apoderarse del país al llamado de uno de los dos bandos en guerra, eternas guerras entre liberales y conservadores, y al fin fueron expulsados en 1857 tras batallas sangrientas, apenas una década antes de aquel milagroso año de 1867.
País de “simplicidad bíblica”, tal como lo describió el mismo monsieur Lévy, despoblado y desolado, con una economía pastoril que parecía haberse despedido apenas del trueque, y sin una casa de moneda siquiera, ni tampoco un himno nacional que cantar, por lo que en los actos públicos se entonaba La Marsellesa, una patria ganadera oscura en su suerte política, dividida y empobrecida, igual que las otras naciones de Centroamérica que habían decidido correr por separado su propia suerte tras la ruptura de la república federal que siguió a la independencia.
Ocurren los milagros. Porque éste fue el país rural, de cuyo vientre pobre y pequeño nació un 18 de enero del año de gracia de 1867 Rubén Darío. Prodigios se han visto.