Usted está aquí: miércoles 21 de enero de 2009 Mundo Discurso del presidente Barack Obama en su toma de posesión

Discurso del presidente Barack Obama en su toma de posesión

Ampliar la imagen El presidente número 44 de Estados Unidos, ayer en Washington durante su discurso El presidente número 44 de Estados Unidos, ayer en Washington durante su discurso Foto: Ap

Ampliar la imagen Al menos 2 millones de personas estuvieron presentes en Washington para la toma de posesión de Obama, el primer presidente afroestadunidense de la historia Al menos 2 millones de personas estuvieron presentes en Washington para la toma de posesión de Obama, el primer presidente afroestadunidense de la historia Foto: Michael Fleshman

Me presento hoy ante ustedes con humildad ante la tarea que tenemos por delante, agradecido por la confianza que me otorgan y consciente de los sacrificios realizados por nuestros ancestros.

Agradezco al presidente Bush los servicios prestados a nuestra nación, así como por la generosidad y cooperación mostradas a lo largo de esta transición.

Cuarenta y cuatro estadunidenses han prestado hasta ahora juramento presidencial. Lo han hecho en periodos de prosperidad y en medio de las calmas aguas de la paz. Sin embargo, de vez en cuando el juramento fue pronunciado bajo nubes amenazantes y fuertes tormentas.

En esos momentos, Estados Unidos ha mantenido el rumbo no sólo gracias a la pericia o la visión de sus dirigentes, sino también porque, nosotros el pueblo, mantuvimos la fe en los ideales de nuestros padres fundadores, y fuimos respetuosos de nuestros documentos fundacionales. Así ha sido. Así deberá ser con esta generación de estadunidenses.

Es bien sabido que estamos en medio de una crisis. Nuestra nación está en guerra, contra una amplia red de violencia y odio. Nuestra economía está gravemente afectada, como consecuencia de la avaricia e irresponsabilidad de algunos, pero también por nuestro fracaso colectivo en tomar las decisiones difíciles y en preparar a la nación para una nueva era. Se han perdido hogares, puestos de trabajo, varias empresas debieron cerrar. Nuestro sistema de salud es demasiado costoso, nuestras escuelas dejan de lado a muchos de nuestros niños, y cada día hay nuevas evidencias de que la forma en que utilizamos la energía fortalece a nuestros adversarios y amenaza a nuestro planeta.

Estos son indicadores de la crisis, basados en datos y estadísticas. Menos mensurable pero no menos profunda es la pérdida de la confianza en nuestro país, alimentada por el temor de que el declive de Estados Unidos es inevitable, y que la próxima generación deberá reducir sus expectativas.

Hoy les digo que los desafíos que enfrentamos son reales. Son graves y numerosos. No serán superados fácilmente o en un corto periodo. Pero sepan esto, estadunidenses, ¡serán superados!

En este día nos reunimos porque elegimos la esperanza en lugar del temor, la unidad de objetivos en lugar del conflicto y la discordia. En este día, proclamamos el fin de las reivindicaciones efímeras y las falsas promesas, las recriminaciones y los dogmas perimidos, que por demasiado tiempo han lastrado nuestra política.

Seguimos siendo una nación joven, pero como dicen las Escrituras, llegó el momento de dejar de lado los juegos infantiles. Llegó el momento de reafirmar nuestra fortaleza de carácter, de elegir la mejor parte de nuestra historia, de apelar a nuestras virtudes, a esta noble idea transmitida de generación en generación: la promesa dada por Dios de que todos somos iguales, todos somos libres, y todos merecemos la oportunidad de buscar toda la felicidad posible.

Reafirmando la grandeza de nuestra nación, comprendemos que la grandeza nunca está asegurada. Debe ser ganada. Nuestro sendero jamás estuvo hecho de atajos, y nunca nos contentamos con menos. No ha sido el camino para los timoratos, para los que prefieren el placer en lugar del trabajo, o buscan solamente las delicias de la riqueza y la fama.

Por el contrario, han sido los que se arriesgan, los emprendedores, los que hacen cosas –algunos conocidos, pero más frecuentemente hombres y mujeres cuyo trabajo es desconocido–, los que nos impulsaron en el largo y difícil sendero hacia la prosperidad y la libertad.

Por nosotros, recogieron sus pocas pertenencias y viajaron a través de océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros, trabajaron en inhóspitos talleres y se asentaron en el oeste, resistieron latigazos y labraron la dura tierra. Por nosotros, lucharon y murieron, en lugares como Concord y Gettysburg; Normandía y Khe Sahn.

Una y otra vez esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta que sus manos se llenaron de llagas, para que nosotros pudiéramos vivir una vida mejor. Ellos vieron a Estados Unidos más grande que la suma de sus aspiraciones individuales, más grande que todas las diferencias de nacimiento o riqueza o facciones.

Esa es la vía que proseguimos hoy. Seguimos siendo la nación más próspera y poderosa de la Tierra. Nuestros trabajadores no son menos productivos que cuando comenzó esta crisis. Nuestras mentes no son menos creativas, nuestros bienes y servicios no menos necesitados de lo que lo eran la semana pasada o el mes pasado o el año pasado. Nuestra capacidad se mantiene intacta. Pero han acabado los tiempos del inmovilismo, de la protección de intereses mezquinos y de la dilación de decisiones difíciles. A partir de hoy debemos levantarnos, sacudirnos la desidia, y recomenzar la tarea de reconstruir el país.

Porque donde sea que miremos, hay trabajo que hacer. El estado de nuestra economía llama a la acción, enérgica y rápida, y actuaremos, no solamente para crear nuevos empleos, sino para sentar nuevas bases para el crecimiento. Construiremos las calles y los puentes, la red eléctrica y las líneas digitales que alimentan nuestro comercio, y que nos unen. Devolveremos la ciencia a su debido lugar, y usaremos las maravillas de la tecnología para incrementar la calidad de nuestro sistema de salud y reducir su costo.

Domaremos el Sol y los vientos y la tierra para alimentar nuestros vehículos y hacer funcionar nuestras fábricas. Y transformaremos nuestras escuelas y colegios y universidades para enfrentar los desafíos de la nueva era. Podemos hacer todo eso, y todo eso lo haremos.

Ahora, hay algunos que ponen en duda el alcance de nuestras ambiciones, que sugieren que nuestro sistema no puede generar demasiados planes. Su memoria es corta. Olvidaron lo que este país ya hizo, lo que los hombres y mujeres libres pueden lograr cuando la imaginación se une a un objetivo común, y la necesidad al coraje.

Lo que los cínicos no llegan a comprender es que el suelo se ha abierto bajo sus pies, que los viejos argumentos que tanto tiempo se nos impuso ya no tienen validez. La cuestión que ahora nos planteamos no es si nuestro gobierno es demasiado grande o demasiado pequeño, es saber si funciona, si ayuda a las familias a hallar trabajo y sueldos decentes, a tener cuidados médicos asequibles, y una jubilación digna. Cuando la respuesta sea afirmativa, seguiremos adelante. Cuando sea negativa, pondremos fin a esos programas.

Y a quienes entre nosotros manejamos el dinero público se nos debe pedir cuentas –para gastar de forma sensata, acabar con los malos hábitos y ser transparentes–, porque sólo entonces podremos restaurar la vital confianza entre el pueblo y su gobierno.

Tampoco se trata de preguntarse si el mercado es una fuerza del bien o del mal. Su poder para generar riqueza y extender la libertad es incomparable, pero esta crisis nos ha recordado que, sin una atenta vigilancia, el mercado puede descontrolarse, y que una nación no puede ser próspera cuando sólo favorece a los más ricos.

El éxito de nuestra economía no ha dependido solamente de la importancia de nuestro producto interno bruto, sino también de nuestra prosperidad; de nuestra capacidad para ofrecer oportunidades a quienes lo desean, no por caridad, sino porque es el camino mas seguro para alcanzar el bien común.

Para nuestra defensa común, rechazamos por falsa la opción entre nuestra seguridad y nuestros ideales. Nuestros padres fundadores, que se enfrentaban a peligros difícilmente imaginables, elaboraron una Constitución sometida al imperio de la ley y a los derechos humanos, una norma que se ha perpetuado generación tras generación. Aquellos ideales aún iluminan el mundo, y no renunciaremos a ellos por intereses turbios.

Así, digo a todos los demás pueblos y gobiernos que nos observan hoy, desde las grandes capitales hasta el pequeño pueblo donde mi padre nació: sepan que Estados Unidos es amigo de cada nación y de cada hombre, mujer y niño que busca un futuro de paz y dignidad, y que estamos dispuestos a ejercer nuestro liderazgo una vez mas.

Recuerden que las precedentes generaciones se enfrentaron al fascismo y al comunismo no solo con tanques y misiles, sino también con resistentes alianzas y sólidas convicciones. Comprendieron que solamente nuestro poder no podría protegernos, ni permitirnos hacer lo que quisiéramos. En cambio, comprendieron que nuestro poder es mayor cuanto más prudente es; que nuestra seguridad emana de la justeza de nuestra causa, de la fuerza de nuestro ejemplo, y de las cualidades de la humildad y la moderación.

Somos los continuadores de este legado. Guiados por esos principios una vez más, podemos superar estas nuevas amenazas que requieren incluso un mayor esfuerzo, mayor cooperación y comprensión entre naciones.

Comenzaremos a dejar responsablemente Irak a su pueblo, y a forjar una paz duramente ganada en Afganistán. Con viejos amigos y ex adversarios, trabajaremos incansablemente para reducir la amenaza nuclear, y hacer retroceder el espectro del calentamiento del planeta. No nos disculparemos por nuestro estilo de vida, ni vacilaremos en su defensa, y a quienes tratan de hacer avanzar sus objetivos provocando el terror y matando a inocentes, les decimos que nuestro espíritu es más fuerte y no puede ser doblegado, que sobreviviremos a ellos y los derrotaremos.

Porque sabemos que nuestra herencia multicultural es una fuerza, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, judíos e hindúes y de no creyentes. Estamos integrados con todos los idiomas y culturas, llegados de cada rincón de esta Tierra, y porque probamos el amargo sabor de una guerra civil y de la segregación, y emergimos de ese oscuro capítulo más fuertes y más unidos, no podemos dejar de creer que los viejos odios deben ser superados algún día, que las divisiones tribales deberán disolverse pronto, que en la medida en que el mundo se hace más pequeño, nuestra humanidad común deberá revelarse, y que Estados Unidos debe jugar un papel para orientarnos hacia una nueva era de paz.

Con el mundo musulmán, buscaremos un nuevo enfoque para avanzar, basado en el interés y el respeto mutuos. Aquellos líderes del mundo que buscan alentar los conflictos o atribuir los problemas de nuestras sociedades a Occidente, sepan que sus pueblos los juzgarán por lo que puedan construir, no por lo que destruyan.

Quienes se mantienen en el poder a través de la corrupción, la mentira y silenciando a la disidencia, sepan que están en el lado equivocado de la historia, pero que les extenderemos la mano si están dispuestos a aliviar el cerco.

A los pueblos de las naciones pobres, prometemos trabajar con ustedes para hacer florecer sus cultivos y que fluya el agua limpia, para nutrir cuerpos hambrientos y alimentar espíritus voraces.

A aquellas naciones que como nosotros gozan de una relativa abundancia, les decimos que no podemos permitirnos la indiferencia ante quienes sufren en nuestras fronteras, ni podemos consumir los recursos mundiales sin tener en cuenta sus efectos. Porque el mundo ha cambiado y debemos cambiar con él.

Cuando consideramos el camino que se abre ante nosotros, recordamos con humilde gratitud a los valerosos estadunidenses, que en este mismo momento, patrullan distantes desiertos y remotas montañas. Tienen algo que decirnos hoy, al igual que los héroes caídos que yacen en Arlington a través de los tiempos. Les rendimos honores no solamente porque son los guardianes de nuestra libertad, sino porque representan el espíritu de servicio, la voluntad de encontrar un significado en algo que los trascienda.

Y en este momento –un momento que definirá a una generación– es precisamente ese espíritu el que debe habitarnos a todos.

Porque por mucho que un gobierno pueda y deba hacer, es finalmente la fe y la determinación del pueblo estadunidense lo que sostiene a esta nación. Es la amabilidad de acoger a un extraño cuando los diques se rompen, la solidaridad de los trabajadores que prefieren trabajar menos horas para que un amigo no pierda su trabajo lo que nos guía en las horas oscuras. Es el coraje de un bombero que corre hacia un edificio humeante, pero también la determinación de los padres de alimentar a su hijo, lo que finalmente decide nuestro destino.

Nuestros desafíos pueden ser nuevos. Los instrumentos con los que los enfrentamos pueden ser nuevos. Pero todos estos valores de los cuales depende nuestro éxito –trabajo duro y honestidad, valor y lealtad, tolerancia y curiosidad, lealtad y patriotismo– son antiguos. Esos valores son verdaderos. Han sido la fuerza silenciosa del progreso a lo largo de nuestra historia.

Lo que se nos pide es, pues, un retorno a esas verdades. Lo que se requiere de nosotros ahora es una nueva era de responsabilidad, un reconocimiento, por parte de cada estadunidense, de que tenemos deberes para con nosotros mismos, deberes que no aceptamos a regañadientes, sino que los acogemos de buena gana, firmes en la convicción de que nada es tan satisfactorio para el espíritu, tan decisivo en nuestro carácter, como dar todo de nosotros ante una tarea difícil.

Éste es el precio y ésa es la promesa de la ciudadanía. Ésta es la fuente de nuestra confianza: saber que Dios nos llama a dar forma a un destino incierto.

Éste es el significado de nuestra libertad y nuestro credo: por qué hombres, mujeres y niños de todas las razas y religiones pueden unirse en una celebración a lo largo de esta magnífica explanada, y por qué un hombre cuyo padre hace menos de 60 años no podría haber trabajado siquiera en un restaurante, puede ahora presentarse ante ustedes para hacer el juramento más sagrado.

Entonces, marquemos este día recordando quiénes somos y cuán lejos hemos llegado. En el año del nacimiento de Estados Unidos, en los meses más fríos, un pequeño grupo de patriotas se apiñaba, muriendo en los campos de batalla sobre las riberas de un río helado. La capital fue abandonada. El enemigo estaba avanzando. La nieve estaba teñida de sangre. En el momento en que la revolución era más incierta, el padre de nuestra nación (George Washington) dictó estas palabras para que fueran leídas al pueblo:

“Que se diga al mundo del futuro... que en la profundidad del invierno, cuando nada podía sobrevivir sino la esperanza y la virtud... que la ciudad y el país, acechados por un peligro común, salieron a enfrentarlo”.

Oh Estados Unidos. Ante nuestros peligros comunes, en este invierno de dificultades, recordemos esas palabras eternas. Con confianza y con virtud, enfrentemos una vez más esas corrientes heladas, y soportemos las tormentas que puedan venir.

Que los hijos de nuestros hijos digan que cuando fuimos sometidos a prueba nos negamos a abandonar el desafío, que no nos echamos atrás ni vacilamos, y con los ojos puestos en el horizonte y con la gracia de Dios, llevamos este gran don de libertad y lo entregamos intacto a las futuras generaciones.

Texto traducido por Afp.

 
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