No hay nada como un verdugo sagrado
La Nakba (el Desastre de 1948), es un presente continuo que augura mantenerse en el futuro. No necesitamos nada para recordar la tragedia humana que hemos padecido: seguimos viviéndola, sufriendo sus consecuencias en la tierra de nuestra patria, la única que tenemos. No olvidaremos lo que se nos ha hecho en esta tierra dolorida y lo que se nos sigue haciendo. No sólo porque la memoria individual y colectiva es fértil, capaz de recordar nuestra triste existencia, sino porque la trágica y heroica historia de nuestra tierra y nuestro pueblo sigue tiñéndose de sangre con el conflicto permanente entre lo que ellos quieren que seamos y lo que nosotros queremos ser.
Los responsables de la Nakba, al anunciar que la guerra de 1948 no ha terminado, desenmascaran escandalosamente el espejismo de su paz, surgido en la década pasada cuando se atisbó la posibilidad de poner fin al conflicto mediante una solución basada en que los dos pueblos compartieran la misma tierra. Desenmascaran también, y escandalosamente, la incompatibilidad del proyecto sionista con la paz —en cuanto que su meta, exterminar a la población palestina, permanece en su agenda. Para los palestinos, esta guerra significa que seguimos sometidos al desarraigo continuo, que seguimos siendo refugiados en nuestra propia tierra y fuera de ella.
Pero los responsables de la Nakba no han conseguido romper la voluntad del pueblo palestino ni borrar su identidad nacional —ni con el desalojo, ni con las masacres, ni con la transformación de las ilusiones en desengaños ni con la falsificación de la historia. No han conseguido ni forzarnos a la ausencia o al olvido ni borrar la realidad palestina de la conciencia del mundo mediante su falsa mitología y la fabricación de una inmunidad moral que confiere a la víctima del pasado el derecho a crear sus propias víctimas. No hay nada como un verdugo sagrado.
La memoria de la Nakba confluye con la lucha palestina en defensa de su ser, de su derecho natural a la libertad y a la autodeterminación en un fragmento de su patria histórica, y ello tras haber concedido para hacer posible la paz más de lo que nunca fue necesario desde el punto de vista de la legalidad internacional. Cuando la hora de la verdad se aproximaba, la esencia verdadera del concepto israelí de paz se desenmascaró: el mantenimiento de la ocupación bajo otro nombre.
La Intifada —ayer, hoy, mañana— es la expresión natural y legítima de la resistencia contra la esclavitud, contra una ocupación caracterizada por la más sucia forma de apartheid, que pretende, bajo la cobertura de un elusivo proceso de paz, desposeer a los palestinos de su tierra y de la fuente de su sustento y confinarles a reservas asediadas por asentamientos de colonos y carreteras, hasta el día en que tras aceptar el fin de sus demandas y de su lucha se les conceda que llamen a sus jaulas Estado.
La Intifada es en esencia un movimiento civil y popular. No constituye una ruptura con la noción de paz sino que intenta salvarla de las injusticias del racismo, devolviéndola a sus verdaderos padres, la justicia y la libertad, ante la previsión de que el proyecto colonialista israelí se mantenga en Gaza y Cisjordania bajo la cobertura de un proceso de paz que los líderes israelíes han vaciado de contenido.
Nuestras manos heridas todavía pueden extraer la marchita rama de olivo de los escombros de la masacrada arboleda, pero sólo si los israelíes alcanzan la edad de la razón y reconocen nuestros legítimos derechos nacionales, definidos por las resoluciones internacionales: el derecho al retorno, la retirada completa de los territorios palestinos ocupados en 1967 y el derecho a la autodeterminación y a un Estado independiente y soberano con Jerusalén como capital. De igual modo que no puede haber paz con ocupación, no puede haberla entre amos y esclavos. La comunidad internacional no puede —como hizo en 1948— cerrar los ojos a lo que ocurre en la tierra de Palestina. La agresión israelí sigue asediando a la sociedad palestina, sigue matando y asesinando a un pueblo desarmado que defiende lo que queda de su amenazada existencia, los escombros de sus casas, los olivos bajo amenaza de ser arrancados.
La naturaleza de la guerra declarada al pueblo palestino se evidenciará mejor con la atención que le preste la comunidad internacional. La implicación de otros Estados y pueblos en la confrontación que está teniendo lugar en Palestina y su atención a un pueblo palestino privado de una vida cotidiana digna, demostrarían no sólo que dichos Estados y pueblos están comprometidos con la estabilidad política en Oriente Medio en beneficio propio, sino que acreditarían su posición moral acerca de los conceptos de libertad, justicia e igualdad.
La protección internacional contra el brutal terrorismo del régimen israelí —que parece estar por encima del derecho y del orden internacionales— se ha convertido para los palestinos en una urgente necesidad. No sólo es necesario purgar los pecados del pasado sino prevenir la perpetración de los futuros, luchar para que no se añada otro capítulo al libro de la Nakba. Sin embargo, en lugar de reconocer su responsabilidad en la Nakba y en la tragedia de los refugiados —requisito imprescindible para cualquier solución política—, Israel amplía el libro de la Nakba y nos recuerda que ninguna historia puede comenzar por el final. No hemos olvidado el principio, ni las llaves de nuestras casas, ni las farolas de las calles encendidas con nuestra sangre, ni a los mártires que nutrieron la unidad de la tierra, del pueblo y de la historia, ni a los vivos que nacieron en el camino y que sólo pueden, en tanto el espíritu de la patria permanezca vivo en nuestro interior, caminar hacia una patria del espíritu. No debemos olvidar ni el ayer ni el mañana. Mañana empieza hoy. Empieza con la voluntad de que el camino a recorrer, el camino de la libertad, el camino de la resistencia, se haga hasta el final, hasta que la eterna pareja libertad y paz se encuentre.
Mahmoud Darwish
Adaptación de Ojarasca de un artículo escrito en 2001 por el poeta, fallecido en agosto de 2008. Traducción de Luz Gómez García (quien sostiene que en castellano el nombre del autor debe ser Darwix, no Darwish, como se ha vuelto común).
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