Fotograma: Sharin Neshat
Bajo un dulce cielo de rabia azul metálica
Del 26 de diciembre al 5 de enero se celebró el Primer Festival Mundial de la Digna Rabia, convocado por el EZLN en el Distrito Federal y San Cristóbal de las Casas. En él participaron tres miembros de Ojarasca. A continuación se presentan los trabajos de Gloria Muñoz Ramírez y Hermann Bellinghausen leídos el 3 de enero en San Cristóbal de las Casas, en la mesa “Otra comunicación, otra cultura”. Además, Yuriria Pantoja Millán presentó la exposición fotográfica “Tierna furia” en el lienzo charro de Iztapalapa.
No sé cuántos de los presentes sepan quién fue Luis Cardoza y Aragón, o hayan tenido el privilegio de leerlo. Dicho lo más brevemente posible, es el poeta más grande de Guatemala, y uno de los poetas mayores del siglo XX en nuestra lengua.
Guatemalteco y mexicano a la vez, y ambos intensamente. Una combinación peculiar y menos común de lo que pudiera pensarse. Guatemala, país doliente, luchador, maya y a mucha honra, queda bastante cerca de aquí, pocos kilómetros al sureste de las montañas de Chiapas. Parece lejos, pero es aquí mismo.
Nacido en Antigua, al pie del Volcán de Agua, vivió la mayor parte de su larga vida en nuestro país. Primero como periodista y editor cultural comprometido con el cardenismo de los años treinta, junto al joven Fernando Benítez en el entonces joven y progresista diario El Nacional. Cuando en Guatemala ocurrió una revolución en 1948, cruzó la frontera hacia su tierra (eso lo relata en Guatemala: las líneas de su mano, uno de sus libros cardinales), y durante los únicos ocho años de democracia popular que ha tenido esa nación, la representó en la Unión Soviética, Noruega y Suecia.
En 1954, el gobierno de Estados Unidos (directamente la CIA) “montó” un golpe militar para defender a la transnacional United Fruit Company de la reforma agraria emprendida por la llamada Revolución de Octubre, y Cardoza se exiló en México, donde moriría cuatro décadas después sin haber regresado nunca más a Guatemala.
Desde aquí, fue líder moral de la disidencia guatemalteca, que bajo la dictadura derivó en una guerra revolucionaria de treinta años, sangrienta, dolorosa, llena de errores y heroísmo, y también de sueños que hoy, tras la paz insatisfactoria y las traiciones, siguen vivos.
Aunque siempre les resultó incómodos a los comunistas (hasta quisieron liquidarlo por “trotskista”, según recuerda su amigo Pablo González Casanova), Octavio Paz, quien lo envidiaba a su pesar y profundamente, lo acusaba de “estalinista”. Bueno, fue embajador de un gobierno democrático ante el de Stalin, pero nunca trabajó para los marchantes de Televisa a cambio de “reconocimiento”.
Como Pablo Neruda o Miguel Hernández, es uno de los nuestros. Y al menos no le escribió odas al dictador y “padrecito”. En ocasiones quizás Cardoza se equivocó, quién que es no se equivoca, pero murió en la raya, íntegro a los noventa años y siendo, él mismo, un revolucionario. No fue ajeno, ciertamente, a las otras revoluciones centroamericanas en El Salvador y sobre todo Nicaragua. Nunca fue ajeno a nada que fuera importante para los pueblos de nuestros países.
Momento, dirán ustedes. ¿A qué viene todo eso de un poeta barroco, surrealista y ya muerto, en un festival de digna rabia en el siglo XXI? La verdad, no sé. Tal vez porque se describía a sí mismo “a la deriva en un país verde de pequeños hombres de lava oscura, más oscura contra aquel verde de variadas voces, sol rechinante y espeso y dulce cielo de rabia azul metálica”.
Tal vez porque esa tierra verde es la misma que ésta de Chiapas, donde los hombres de maíz y el color de la tierra son hermanos de los mayas color de lava y rodeados de volcanes. “Un pueblo pedernal y una tierra demasiado tristes, demasiado transidos de congoja y de color, sobre los cuales se unta la serpiente emplumada” (Dibujos de ciego, 1969).
O tal vez porque Cardoza es de esos intelectuales que ya no hay. Con genio solar y cosmopolita, fue el máximo crítico de pintura en nuestra lengua (lo que hoy es John Berger en la suya), para otro motivo de envidia de Octavio Paz.
Hizo periodismo cultural toda su vida. Reunió en la sala de su casa en Coyoacán a los líderes de los grupos revolucionarios guatemaltecos que habían perdido la brújula. Fue el primero en dar asilo a una muchacha perseguida llamada Rigoberta Menchú. (De lo que ella haya hecho como figura mundial no podemos culpar a don Luis.) Medio en broma, llegó a ser considerado el “presidente honorario” de la Guatemala rebelde. Él que nunca quiso poder.
No lo tuvo. Ni lo necesitó.
En ese ejercicio inútil del “si hubiera”, muchos nos hemos preguntado qué hubieran dicho Julio Cortázar o Luis Cardoza de los zapatistas de Chiapas. Digo, además de sorprenderse de su inesperada existencia.
Cardoza y Aragón era profundamente mexicano. Más que muchos que nacieron aquí. Maestro e investigador en la unam, convivió con los intelectuales comprometidos de su tiempo y siempre supo ver y animar el arte revolucionario mexicano. Un maestro del ver (otra vez, como John Berger). Educado en su amistad con Pablo Picasso, Federico García Lorca y Antonin Artaud, entendió la revolución cubana sin que eso le impidiera jamás dialogar a fondo con la poesía de José Lezama Lima, el barroco latinoamericano mayor. Fue amigo de los “incorrectísimos”Contemporéaneos, como Villaurrutia.
Otra vez, ¿a qué viene todo esto?
Veamos el panorama actual de la intelectualidad y los artistas en México, extensible a casi cualquier parte del mundo capitalista y “socialista” (el neoliberalismo con fallido rostro humano de los Miterrand y Zapatero, tan funcional al capital imperialista y tan decepcionante siempre). Apagaditos y bien becados por herencia salinista, los intelectuales y artistas mexicanos guardan silencio en un país que hierve y grita por transformaciones, se autohomenajean millonariamente, se reparten elogios y coleccionan premios.
Algunos, más “políticos” y “mediáticos”, bien pagados, sirven de “valientes” espadachines del poder, y sobre todo de la ideología capitalista. Endosan la represión, apóstoles que son de la “seguridad” y el miedo.
Odian y temen al pobrerío: estudiantes de las escuelas públicas, maestros ídem, campesinos tan “impresentables” como los “macheteros” de Atenco, indígenas de donde sea. En sintonía con los noticieros televisivos, pueden dedicar con aplicado esfuerzo sus revistas y simposios a insultar a Hugo Chávez, Fidel Castro y hasta Andrés Manuel López Obrador, sin recordar siquiera que hay gente mucho peor como Bush, Cheney, Uribe o Calderón, o los padrinos y madrinas priístas y panistas que hacen todo por pudrir nuestro país. No los desvelan el capitalismo voraz que aniquila el planeta, ni las guerras infames como las de Medio Oriente: Palestina, Irak, Afganistán.
Se dirá, y con razón: tenemos otros intelectuales, otros artistas, que no se venden al dinero, la “fama” y el roce con el poder. Algunos de ellos están hoy aquí. Pero son pocos, con todo respeto y lamentablemente. Necesitamos más.
Y como el rock también es cultura, hay roqueros chidos, del lado del pueblo y todo eso. Pero el roquito actual en México es en su mayoría un desperdicio, un vacío que vende bien, una güeva.
La onda es quedar bien. Rifar para los galardones, los homenajes nacionales, la venta millonaria de canciones sin originalidad, vil bubble-gum. Hacer arte plástico para epatar al burgués y abrirse paso a la colección Jumex o las arcas de Carlos Slim. Tener ojos para sí mismos, no para lo que sucede a su alrededor. A fin de cuentas, no tienen nada qué decir.
Pero en tiempos de cambio y definiciones inevitables es particularmente grave y hasta criminal que se pongan al servicio, o al menos a la sombra, de ese poder.
Las décadas de la revolución zapatista son también las del despertar impredicho del México profundo. Esa intelectualidad “dominante” no se ha enterado de que los pueblos indígenas conquistaron ya muchas cosas, entre otras el derecho a ser poetas, pintores, académicos, comandantes de la liberación nacional, ingenieros, médicos, abogados, historiadores, camarógrafos de cine, reporteros radiales.
Los hombres de lava, del color de la tierra, han vuelto a ser sabios y libres. Allí hay algo que apenas comienza. Y no sólo en México y Guatemala. También Bolivia, Ecuador, Chile, Perú, Colombia.
Julio Cortázar, Luis Cardoza y Aragón o Guillermo Bonfil estarían aplaudiendo. Hablándonos. En el mundo tenemos por fortuna a los Eduardo Galeano, Juan Gelman, José Saramago, Arundathi Roy, Nadine Gordimer, Howard Zinn. Pero requerimos de más. Y sobre todo, deben dejar de importarnos e importunarnos los intelectuales y artistas “dominantes”, inútiles globos inflados que acaparan los medios y las ediciones. Éstos, en su arrogante suficiencia, nos regalan consejos de “cómo debería ser la izquierda”, y nos recitan paternalista e hipócritamente recetas para ser “modernos”, “civilizados” y “democráticos”. Qué saben ellos de democracia.
Tienen un retrato hablado de la izquierda “deseable”, que será dócil al capitalismo, “realista” y gourmet. Su retrato no incluye al pueblo (esa “abstracción”), ni a los indios, ni a los jóvenes con el talón en el asfalto, ni a los campesinos que han decidido salvar las semillas y recuperar los ríos y la tierra, ni a las madres dignas de presos y desaparecidos.
En hora de inminentes cambios, no necesariamente buenos, y no pocas intifadas, la cultura viva está en otra parte. Allí donde se está creando una vida nueva, bajo el americano y dulce cielo de rabia azul metálica.
Hermann Bellinghausen