TOROS
■ El de Madrid cortó dos orejas; el de Aguascalientes triunfó emulando a Manolete
José Tomás y Arturo Macías protagonizan apasionante diálogo de artistas y guerreros
■ Prematura confirmación de El Payo en la corrida en que hubo 6 nobles mansos de Teófilo Gómez
Ampliar la imagen El diestro español José Tomás, el triunfador de la decimocuarta corrida de la Plaza México Foto: Notimex
Cuando nadie la esperaba, una marabunta llegó ayer a la Plaza México para arrasar con todos los tacos que había en los puestos callejeros, antes de colmar los tendidos numerados –no así los de la azotea–, ansiosa de ver al torero más importante del mundo alternando con dos promesas de la fiesta mexicana. Eso era lo que decía el cartel, pero en realidad la segunda fecha de la temporada “internacional” 2009 se convirtió en un diálogo entre dos artistas que al mismo tiempo son guerreros: el madrileño José Tomás y el aguascalentense Arturo Macías El Cejas.
Al final, el de Europa se llevó dos orejas (una de ellas regalada por el pusilánime juez) y el del Bajío otra, que cortó, literalmente, con el corazón, al entrar a matar a su segundo enemigo metiendo la espada, el brazo, la cabeza y el resto del cuerpo entre los pitones del novillo, para clavarle el estoque en todo lo alto y recibir a cambio un golpazo en el pecho.
“¡Lo mató, lo mató!”, proclamaban los aficionados atónitos al ver, por una parte, al toro agonizando con el acero en el morrillo, y por la otra a El Cejas retorciéndose en la arena con las manos en la garganta, como si un cuerno acabara de destrozarle la carótida. ¿Quería José Tomás ritualizar el mito de Linares, en que Manolete murió matando y mató muriendo? Pues allí estaba El Cejas, en los medios de la México, muriendo después de matar, y matando mientras todos creíamos que se moría, a tal grado que el maestro de Galapagar salió del burladero a auxiliarlo para cargarlo hasta la enfermería con la cara llena de angustia.
Pero no, no había hemorragia en la chaquetilla de El Cejas, ni estertores de asfixia, ni palidez cadavérica, y cuando sus compañeros lo metían al callejón se agarró con ambas manos de la barrera para ponerse de pie y regresar a la cara del toro para atestiguar su muerte, que tardó en llegar y provocó un ridículo aviso del juez, que por ello fue rechiflado, hasta que el bicho dobló y la multitud se levantó frenética a ondear los pañuelos.
A José Tomás, por desgracia, le tocó lo peor del encierro de Teófilo Gómez, un sexteto de mansos débiles y nobles pero con buena presencia, bien dotados de pitones que no pelearon con los caballos (los picadores apenas los rozaban con la puya), en una tarde nublada y gélida en que los banderilleros estuvieron perdidos, salvo Cristian Sánchez que le clavó dos parazos al último de la fiesta.
A su primero, el de Madrid lo saludó con verónicas, lo probó con chicuelinas despegadas y no reaccionó cuando Arturo Macías El Cejas quitó por gaoneras para decirle, óyeme, no estás solo. Sin brindar, José Tomás citó en los medios de largo y tragó leña en cuatro bellísimos estatuarios a pies juntos, antes de porfiar por derecha e izquierda, sin emocionar a nadie porque el torito no transmitía, hasta que un maromón a la hora de las manoletinas despertó al público, que no vaciló en exigir la oreja cuando el diestro mató con entrega total pero resultados discutibles.
A su segundo, otro manso menos perdido, Tomás le hizo lo mismo pero mejor, y se recreó en el tercer tercio por ambos lados con detalles muy finos, entre los cuales sufrió otra voltereta, cayó de pie y culminó su trasteo con grandeza. Al principio y al final del festejo, Octavio García El Payo, muy valiente y esforzado, confirmó una alternativa para la que todavía no está preparado y a la que bien haría en renunciar.
Así que, en síntesis, Tomás fue en todo momento el inmenso maestro que es y Macías salió a discutir con él, pelearle las palmas, a desafiarlo en un quite y a brindarle la lidia de su segundo toro, al que para refrendar la seriedad de su propuesta ética y estética, mató (casi) muriendo, en la línea de Manolete. Y eso, compañeros, ahí queda…