La Comunidad recreada en el exilio
Alfredo Zepeda González
y Pedro Ruperto Albino
La comunidad está en el centro del mundo. Los ancianos ñuhú dicen que más allá de la tierra conocida está un mar. Los lugares lejanos, otros Estados o países de los que solamente se escucha el nombre en las noticias están del otro lado de las aguas. Así Irak, Perú, Canadá, Colombia, Estados Unidos, Afganistán. En los sitios adonde algunos han llegado a poner pie están los confines de la tierra, que primero se conocían ubicados en San Agustín Mezquititlán, la casa del Señor de los Milagros que se visita el viernes de la cuaresma, y al sur en Teotihuacan, donde muchos van al corte de la tuna en el mes de agosto, y en Mbondó (la ciudad de México). Después se ensancharon hasta Zacatecas, donde vive el Santo Niño de Plateros y a San Juan de los Lagos, la tierra de la Sanjuanita.
La modernización tecnológica y el neoliberalismo aniquilador se han metido sin pedir permiso en los territorios de los indígenas; con las banderas antiguas del dominio y con las nuevas consignas de la exclusión y el despojo, se han convertido en el reto más desconcertante para las comunidades de la sierra. El programa Procede desmantela los territorios comunales, cada vez con mayor cinismo y prepotencia, a la vez que desconoce a las autoridades indígenas y a sus asambleas, mientras el Progresa rebautizado divide a los pueblos y reparte migajas de miseria. El complejo de leyes neoliberales pugna por garantizar a las trasnacionales el botín a escala planetaria, a despecho de cambios de gobiernos.
¿Cómo seguir siendo comunidad en medio de la mal llamada globalización que más bien lo fragmenta todo? ¿Cómo no desbaratarse y perder lugar frente a los planes de exterminio? ¿Cómo ser modernos (los de hoy) sin ser arrasados por la modernización neoliberal?
Entraron las máquinas abriendo los cerros, emparejando las veredas y tumbando las papatlas, las mirras y los cedros rojos; y en el lugar de las raíces arrancadas se plantaron los postes de la luz eléctrica. Las calles y las casas se iluminaron de noche y los radios ya no necesitan pilas. La mercancía dinero se convirtió en la más importante para pagar el servicio, los transportes y la oferta de necesidades nuevas que llegan a diario en las camionetas de los placeros. Las carreteras ayudaron para ya no cargar tanto a los enfermos de loma en loma, al tiempo que se convertían en compuertas para dar salida a los hombres desde las cañadas de La Florida y Pie de la Cuesta hasta al nan guadí (al otro lado).
La dispersión comenzó hace nueve años, cuando los de El Papatlar se juntaban a escuchar las historias de los primeros que llegaron hasta Nueva York, en las conversaciones vespertinas sin fin. El azoro de los más jóvenes iba creando en sus mentes el imaginario de los restaurantes y los car-wash, donde dicen que la gente gana ocho veces lo que un peón en los potreros de Amaxac. Pronto, los teléfonos celulares, aun con los precios por llamada más caros del país, fueron dando con la casa de Julián Orozco, el coyote michoacano que vive en Phoenix.
De Ayotuxtla ya se han ido cerca de 200, del los mil 500 de la comunidad Aunque regresan a los dos o tres años, muchos se van de nuevo. La emigración ha puesto a prueba la relación comunitaria y la palabra de los que hablan al mismo tiempo que se miran. El saber todo de todos en la comunidad se disuelve. El trueque de trabajos entre compañeros por mano vuelta y el descanso colectivo ordenado por la lluvia se convierte en jornadas de 12 horas en el lavado de carros, de noche o bajo la nieve. No da tiempo a los que hallaron cuarto en el Bronx para visitar a los que viven en el barrio de Astoria. Pasaron de ser reconocidos de nacimiento, a ser tratados como ilegales perpetuos. La dispersión también es allá: de dos barrios de una ciudad pasaron a repartirse en decenas de pueblos en cuatro estados. La fiesta de Santa Inés, del carnaval, de los elotes y de Todos Santos se suplantan con la del Halloween, la del Chrismas y la del turkey, que llaman el día de gracias. La lengua ñuhú ya sólo se puede hablar en el encierro de los apartamentos.
Por otra parte, los que se van se llevan los hábitos del corazón colectivo que aprendieron toda la vida en la praxis de la comunidad.
Lo que pasa en la sierra se sabe al detalle en Nueva York y viceversa: todos supieron el mismo día cómo se hizo la fiesta en El Pericón cuando inauguraron su capilla, como si allí hubieran estado. Al igual que todos, se enteraron enseguida en Amaxac de que el Rubén Juárez ya se andaba juntando con las pandillas del Bronx. Naturalmente se recrea el trabajo y la vida en común en los apartamentos del Queens donde viven juntos por grupos. A la vez que intercambiando palabra y apoyo en la red de colectivos semejantes, se reproduce el tejido de la comunidad propia. En Todos Santos, las pocas mujeres que se han ido se organizan desde la calle 149 hasta la avenida Basford para cocinar los tamales, aunque sean de maíz transgénico, para que no le falte su ofrenda a los difuntos. Al poco de estar, todos van construyendo en su mente el mapa de los lugares de trabajo y circula, sin periódicos, la información socializada de las ofertas de empleo en los restaurantes griegos de la Roosvelt y con los jardineros guatemaltecos de Mahopac. La cooperación y el envío del dinero por Western Union de Manhattan a Phoenix para pagar el coyote de los que cruzan la frontera, están ensayados al detalle, para que nadie se quede colgado a medio camino. Y se mantiene el principio de la comunidad: todo es público, excepto las virtudes individuales, de modo que lo que concierne a uno, preocupa a todos. En el otro lado, la lengua ñuhú sigue siendo la palabra completa frente al inglés y el castellano, para resistir como los últimos de la fila.
Fragmento del artículo La comunicación desde abajo. El espiritu en la palabra. Tomado de Christus. Revista de teología y ciencias humanas, noviembre - diciembre 2008 |
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