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Una visión estadounidense
del campo mexicano
Joseph Sorrentino
En 2003 estuve tres semanas fotografiando y hablando con gente en los cafetales de la Sierra Juárez de Oaxaca y en pueblos alrededor de Cuetzalan, Puebla. Todos vivían en pobreza extrema, con ingresos de cinco mil a seis mil pesos al año. La ironía es que aunque ellos producen parte del mejor café del mundo –que se vende en unos 10 dólares por libra (más de 260 pesos el kilo) en Estados Unidos—, sufren privaciones infinitas y apenas sobreviven.
Una tarde estaba yo platicando con un joven en San José Tenango, Oaxaca, y le pregunté qué le estaba pasando al campo. Sin dudar me dijo: “No hay nada en el campo. Está perdido”.
Regresé a México a principios de noviembre de 2008 y estuve cinco semanas en el campo, visitando 11 pueblos en Morelos, Tabasco, Puebla y Veracruz. Fotografié y hablé con gente que trabaja en el nopal, la jícama, la caña, el cacao, el café, la naranja y la vainilla. Si “perdido”era el adjetivo para el campo en 2003, no estoy seguro qué palabra lo describe adecuadamente ahora. Tal vez “moribundo”.
La historia en cada pueblo es la misma : campesinos con predios de una o dos hectáreas, que prácticamente hacen todas sus labores a mano, con el machete como única herramienta. Trabajan agachados, usando el machete para cortar la maleza o las puntas de las plantas de jícama, para clarear sus cafetales y para cortar la caña y el bambú que venden. Colectan sus cosechas en canastas, cartones, plásticos o grandes costales que llenan con cargas de 30 o incluso 50 kilos, y las levantan sobre sus espaldas para luego trasladarlas al camión más cercano arriba en la montaña o a la parada de autobús, o en pueblos como San Martín Oaxaca, las cargan durante siete horas al atravesar las montañas. Todo esto, bajo un sol castigador; es trabajo de ocho a diez horas por día, seis días a la semana. Y ganan unos pocos miles de pesos al año, si tienen suerte. Nadie obtiene lo suficiente de sus cultivos para sobrevivir.
Los que no tienen tierra, trabajan como jornaleros y por lo regular ganan entre 80 y cien pesos por día, aunque algunos alcanzan los 250 por ciertas cosechas. Agapito, un hombre que trabaja en la jícama en Tlaquiltenango, Morelos, dijo que él come de manera suficiente cuando hay suficiente trabajo. “¿Y cuando no hay suficiente trabajo?”, pregunté. “Pues como menos”, respondió.
El campo está desangrando a su gente, en especial a los jóvenes. Con muy poco qué buscar, a excepción de demasiado trabajo y poca paga, ellos están yéndose a grandes ciudades como Oaxaca, Puebla y la ciudad de México, donde la mayoría termina en la economía informal. Platiqué con 15 vendedores ambulantes en la capital de México y la mayoría de ellos procedían de Guerrero, Chiapas o Oaxaca. Simón, prototipo de estas personas, estaba vendiendo artesanías oaxaqueñas en Avenida Revolución. “Allá (en Oaxaca) yo ganaba 30 pesos al día. Aquí gano entre 150 y 200” , me dijo. La mayoría de los ambulantes dividen su año entre sus pueblos y las calles de la ciudad, aunque cada vez más ocurre que se quedan en las ciudades permanentemente. “La gente joven querría regresar (a su pueblo), pero a qué. Allá no hay nada para ellos”, me comentó un defensor de estas personas.
Por supuesto, muchos sueñan con “hacerla” en Estados Unidos, y la gente que llega a trabajar allá ciertamente hace mucho dinero, por lo general unos 10 mil dólares al año. Pero la mayoría están en el país ilegalmente, lo cual significa que tuvieron que pagar a un “coyote” hasta dos mil 500 dólares para cruzar la frontera, una aventura que mata al menos a 500 personas por año. Muchos están dispuestos a arriesgar sus vidas en busca de las remesas , que son cruciales para que la familia sobreviva. Éstas son la segunda fuente más importante de divisas para México. Todos aquellos con los que hablé en el campo tenían familiares trabajando en Estados Unidos.
Realmente no sé si el campo puede sobrevivir. Hay, es cierto, muchas organizaciones que trabajan para mantenerlo vivo y he colaborado de cerca con varias de ellas, como el Instituto Maya, Pueblos Unidos de Morelos, Tosepan Titaniske, Plantación de Vainilla de México, Coordinadora Estatal de Productores de Café de Oaxaca (CEPCO) y Comercio Justo México. Son agrupaciones increíblemente dedicadas y tienen éxitos. Me dan esperanza. Con impulso a proyectos sociales y asesoría legal, buscan no sólo lo mejor para el individuo, sino lo que es mejor para el planeta. Pero si no obtienen más apoyo dentro de México e internacional, no sé qué tanto puedan estas agrupaciones continuar, pues no obstante el trabajo que realizan –o más bien, debido a él—, enfrentan represión, a veces severa y a veces mortífera.
Probablemente es muy fácil ser ciego ante el sufrimiento en el campo y sólo ver una imagen romántica de su gente: vestidos de forma simple, con ropa tradicional, un machete colgando de la cintura y contentos con lo que tienen. Pero he estado casi dos meses con ellos; por horas los he acompañado por senderos de montañas empinadas, he observado cómo llevan 50 kilos de cacao en sus costales, y los he fotografiado en sus jornadas de horas y horas bajo un sol que no perdona. Y he emergido de esas experiencias creyendo que los campesinos, no obstante las privaciones que enfrentan, aman su tierra. Ellos ocupan un lugar muy valioso en la vida de México y creo que el campo es el espíritu de este país. Casi todos nosotros en Estados Unidos hemos dejado de estar en conexión con la tierra, nuestros alimentos los obtenemos en estrechos paquetes cerrados que compramos en los supermercados. Hemos perdido nuestro espíritu. Temo que México está en riesgo de perder el suyo también.
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