Luto negro y metalero: Fernando López Alejandre
Manejaba la camioneta que le prestó su padre. Acababa de celebrar la llegada del Año Nuevo en Ocotlán, Jalisco. Tenía 21 años de edad. Era músico metalero. Su nombre era Fernando López Alejandre. Sus amigos le decían Nako. Su familia lo esperaba en casa. Nunca llegó. Una bala de AR15SP1, calibre .223, disparada por el policía Rosendo Maldonado, alias El Flaco, segó su vida.
Era la una y quince de la madrugada del 1º de enero de 2009. Lo acompañaba su amigo David Briseño, vecino de Jamay. Se encontraban cerca de la caseta de cobro de la autopista Ocotlán-La Barca. Se cruzaron con un retén policial que en ningún momento les marcó el alto. Una patrulla, la GT-02, con las luces rojas y azules prendidas, comenzó a seguirlos y hostigarlos. Se escucharon varias detonaciones. Un proyectil entró por la espalda y le perforó el pulmón derecho. Perdió el control del vehículo y se estrelló contra un árbol.
Llorando, David agarró la cabeza de su amigo moribundo para auxiliarlo y clamó por ayuda. La respuesta policial fue ejemplar: lo amenazaron y sometieron, bajándolo del vehículo a golpes.
Del Ministerio Público de Ocotlán llamaron a Luis Fernando López Lara, padre de Fernando. Eran las 6:20 de la mañana. Le dijeron que se presentara allí con un acta de nacimiento de su hijo. No le explicaron más. Al llegar confirmaron la muerte del joven.
Los rumbos en los que Fernando fue asesinado son conocidos por los lugareños como una zona en la que la policía ejecuta revisiones de rutina, realiza detenciones injustificadas, practica cateos y visitas domiciliarias ilegales sin identificación, y extorsiona. Los agentes visten de azul, van armados y circulan a bordo de una camioneta pick-up sin logotipo oficial.
El músico asesinado estudiaba en el Centro Universitario de la Ciénega y tocaba el bajo en el grupo Arcadia Libre. Sus integrantes retomaron la utopía de Arcadia, la antigua provincia griega evocada por poetas y dramaturgos de distintas épocas que, desde la antigüedad, se ha convertido en un país imaginario habitado por pastores que viven felices, en unidad con la naturaleza y en paz. La música que interpreta el conjunto es metalcore, género de fusión del metal con el hardcore. El grupo se había dado a conocer en Guadalajara, Aguascalientes, Guanajuato, la ciudad de México, Monterrey y el sur de Estados Unidos.
Fernando López era hijo de una familia acomodada. Su padre es empresario gasolinero en la región. Era lector de H. P. Lovecraft, el gran innovador del cuento de terror. A decir de sus amigos y familiares, era un buen muchacho. Sus fans, vestidos de negro, lo consideraban un buen músico. Metalero, hacía de su arte una forma de vida o, al menos, una actitud.
El asesinato de Fernando levantó una enorme ola de rabia en la región. La versión oficial de los hechos puso más leña en la hoguera. Según la policía, los jóvenes habían desoído una orden de alto, además de transportar drogas y armas, y la bala que tan certeramente le quitó la vida se habría disparado accidentalmente.
Ocotlán es un ayuntamiento gobernado por el Partido Acción Nacional (PAN). Hasta hace días dirigió la policía Filiberto Ortiz, El Pinto, conocido violador de derechos humanos. Él fue uno de los responsables de la salvaje represión contra los jóvenes altermundistas detenidos y torturados en Guadalajara, Jalisco, el 28 de mayo de 2004. En ese entonces Absalón García Ochoa, el hoy alcalde de Ocotlán, encabezaba la Subsecretaría para Asuntos del Interior de la Secretaría General de Gobierno.
Tratando de aplacar el malestar ciudadano, Filiberto Ortiz renunció. Pero el descontento sigue. Cerca de 4 mil personas marcharon el pasado 9 de enero en Ocotlán, exigiendo desaparecer poderes en el municipio. Uno de los carteles decía: “Estamos hasta la madre de este gobierno de mierda”. La multitud estrelló huevos contra el palacio municipal.
Las razones de esta ira son múltiples. En ella se mezclan sentimientos diversos: la compasión, la solidaridad, la ira y la incertidumbre. En su blog, Othéner Kasiyas lo explica así: “hay algo que me afectó más que a lo emocional, me afecta tanto a mí como a miles el hecho de que no podamos circular libremente por nuestro país. De tener miedo a salir por las noches, porque desgraciadamente los ladrones duermen, pero los policías no. Y quién sabe si un comando policiaco te persiga para dispararte por la espalda”.
El asesinato de Fernando parece una mala copia de un cuento de H. P. Lovecraft. Pero es mucho más que eso. El luto negro y metalero que sus seguidores y amigos guardan en su memoria es también una denuncia contra el abuso y la impunidad policial.
Como sucede por todo México, con programas de cero tolerancia o sin ellos, Fernando fue “castigado”, como tantos otros muchachos como él, por ser joven. En todo el país, no ser adulto, tener el pelo largo y vestir y arreglarse diferente, grabarse tatuajes o llevar piercings, deambular por el barrio o sentarse en la banqueta a platicar con los amigos es, a los ojos de los encargados de velar por la seguridad pública de todos los colores políticos, razón suficiente para considerar criminales a los jóvenes o, al menos, como carne fresca para la extorsión.