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Batallas por la Imagen En el principio fue la palabra: la comunicación profunda es verbal y las radios comunitarias son los entrañables mass media del México rústico. Pero en una cultura de lo visible como la que nos circunda, el combate por emancipar las identidades rurales pasa por las imágenes, es también una disputa por el look. Porque “una buena mitad de lo que uno ve, es vista a través de los ojos del otro”, escribió Marc Bloch a mediados del siglo XX, y el porcentaje habría sido mucho mayor si lo hubiese escrito hoy. En manos de los medios de comunicación masiva, esta omnipresente imaginería, esta vicaria realidad especular, este orbe icónico paralelo les otorga un poder inusitado. Porque en los tiempos del homo-videns las personas de carne y hueso dejamos paso a un mundo de sombras animadas, de espectros, de juegos de luz: primero fuimos reacciones químicas en el colodión, más tarde fotogramas en fila, ahora píxeles digitales... y en el tránsito los amos de la iconósfera se fueron adueñando del planeta. La ancestral lucha entre oprimidos y opresores devino confronta entre visibles e invisibles; en tiempos de comunicación satelital y vertiginosas redes informáticas, a la propiedad capitalista de los medios de producción se suma la privatización de los medios de reproducción audiovisual, el monopolio del espejo electrónico; los que fueron dueños de las tierras y de las fábricas hoy también son dueños de las imágenes. Y las imágenes son el mundo. Si más allá de nuestro vecindario, el único mundo disponible es el de los medios, es ahí, en los medios, donde se libra la gran batalla por el mundo. Y la madre de todas las batallas mediáticas es la batalla por la imagen de los “otros”: los pobres, las mujeres, los viejos, los niños, los homosexuales... y sobre todo los campesinos y los indios, que en México son aun los “otros” por antonomasia. En nombre de la ciencia positiva, la fotografía etnográfica del siglo XIX entregaba indios disecados como los que retrató Desiré de Charnay. Durante el porfiriato el afán de exotismo produjo rústicos pintorescos como los de las postales de Charles B. Waite o Hugo Breheme. La revolución de 1910 convirtió a indios y campesinos en emblemas de la identidad, en estampas calendáricas del nuevo nacionalismo, y fueron los debutantes fotógrafos de las películas, como Eduard Tissé y Gabriel Figueroa, quienes popularizaron el nuevo look de la “raza de bronce”. A mediados del siglo pasado no fue casual que fotógrafos extranjeros avecindados, como Walter Reuter y Mariana Yampolsky, fueran quienes, esquivando tanto afanes cosificadores como sacralizantes, miraran a los campiranos desde la altura de los ojos del hombre, como iguales en la diferencia. Casi al mismo tiempo foto-reporteros como Nacho López, Héctor García y Rodrigo Moya daban otra vuelta de tuerca, al exhibir el contraste entre los labriegos estetizados de la posrevolución y los rústicos depauperados y encarnados realmente existentes, y desde fines del siglo pasado una parvada de nuevos fotógrafos de prensa, como Pedro Valtierra y Frida Hartz, acompaña a las luchas populares urbanas y rurales... Pero curiosas, denigrantes, admiradas, compasivas o solidarias las miradas eran siempre desde los ojos del otro. Y así como se inventaba y reinventaba su efigie, así los “campesindios” iban siendo construidos como objeto sociológico, antropológico y econométrico; como material pictórico, literario, musical, periodístico, cinematográfico y dancístico; como “ Mexican curiosity ”; como estadística; como botín político... El neozapatismo, primero campesinista y luego indianista, del último cuarto del siglo pasado, es un trajín por derechos y por dignidad pero también por recuperar la imagen y la palabra secuestradas. Y en las marchas, junto a mantas y pancartas, se enarbolan cámaras. Si antes temían —con razón— que el pequeño cíclope les robara el alma, ahora los “camaristas” mayas piensan que las fotografías que toman son “pedazos de papel donde queda grabada una imagen del tiempo”, y la chiapaneca Maruch Santis es una fotógrafa reconocida en el mainstream. Pero la batalla por la imagen del México profundo se libra sobre todo en el económico y flexible video, que en los últimos 30 años desplazó tanto al caro y engorroso registro cinematográfico, como a la propia fotografía (que, por cierto, está regresando en su modalidad digital). Los rústicos ya no son sólo sombras grises sobre un papel, ahora son también figuras coloridas y ajetreadas que transitan, gesticulan, conversan y vociferan en la pequeña pantalla de cristal. Tanto las químicas como las electrónicas son imágenes construidas, sin embargo se las confecciona con modos y códigos distintos: los instantes congelados de la fotografía pueden capturar la vida pero son proclives a la “pose”, mientras que la cámara que camina junto a uno, se cuela literalmente hasta la cocina y nunca deja de grabar, acorta distancias, baja defensas y propicia la “espontaneidad”. Naturalidad del video que, por cierto, puede ser tan limitante para fines expresivos como el acartonamiento fotográfico, de modo que no hay un medio intrínsecamente mejor que otro. Todos hemos repetido, alguna vez, que una imagen dice más que mil palabras. Mentira grande, pues lo cierto es que las imágenes dicen lo que las palabras no pueden expresar y al revés. Una de las virtudes del video es, precisamente, que fusiona el discurso icónico con el verbal. Porque hablando se entiende la gente, y gran parte de la fuerza identitaria, mucho del proverbial poderío simbólico y político-cultural de los colectivos rurales, radica en que en el campo se cultiva profusamente el sutil arte de la conversación. En cierto modo, la vida de las comunidades es una interminable plática, un continuo rumor de voces, un perpetuo flujo de palabras que ratifica —y rectifica— permanentemente el significado de las cosas y con ello mantiene vivo el tejido social. La charla, el chisme, el cotilleo son la argamasa que sostiene al México profundo. En el campo, los acuerdos de asamblea no son asunto de minorías y mayorías circunstancialmente reunidas, sino extensión deliberativa de una prolongada y multitudinaria conversación desarrollada en la plaza, el mercado, la iglesia, la cantina, la milpa y la huerta; durante el trabajo y en el descanso; a la hora de la comida y antes de dormir. La palabra de los ancianos es portadora de sabiduría, la de los corridos preserva la memoria y la del cura, la curandera o el maestro tienen autoridad, pero a la mera hora todos hablamos con todos, la palabra es democrática y horizontal. Y la palabra escrita de las comunidades es la prolongación de un diálogo. Como lo aprendí hace muchos años al reunirme para redactar un manifiesto con los diez o 12 representantes que hacían cabeza en la Coalición de Promotores Bilingües de Oaxaca, y en vez de que alguien hiciera un borrador, como yo proponía, Eleazar, que conducía los debates, se paró junto al pizarrón, tomo el gis y escribió, con buena letra, “Oaxaqueños:”. No, dijo otro, hay que poner: “Pueblo de Oaxaca:”.Y así hasta que nos amanecimos. Pero este fluir de palabras había sido en gran medida un río subterráneo, silencioso, acallado o tergiversado por los medios y en particular por los electrónicos. Sólo a partir de 1994, cuando la voz indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se hizo acompañar del tronido de las balas, Chano y Chon, caracterizados por Los Polivoces, la campesina María Isabel, personificada por Silvia Derbez, y Yara, la lacandona, interpretada por Angélica María, dejaron de ser los únicos rostros visibles del México profundo. Todas las insurrecciones indígenas han recurrido a mediums portadores de la voz profunda de la comunidad: una santa, una piedra, una cruz. Los de Las Cañadas recurrieron a una pipa parlante. Y el Subcomandante Marcos resultó un espléndido comunicador capaz de fusionar el habla indígena y el lenguaje mestizo en un discurso sincrético que por un tiempo rompió el cerco mediático. La apertura nunca fue grande y duró poco, pero dejó huella, y desde entonces los protagonistas del drama nacional que no sale en las telenovelas, tratan de hacerse ver y escuchar por los medios comerciales. Porque los recursos de la comunicación popular como la radio comunitaria, los videos testimoniales y las publicaciones alternativas son insustituibles, pero el sistema comercial de medios de comunicación masiva es omnipresente y para influir significativamente en la opinión pública hay que tratar de abrirse paso en su inhóspito terreno. Así lo hizo el EZLN en los 90s del pasado siglo, así lo hizo en 2003 el movimiento conocido como El Campo No Aguanta Más, así lo esta haciendo la Campaña Sin Maíz No Hay País. Y esta causa, la de comunicar al México del surco con el México de las banquetas (y viceversa), es también la causa de La Jornada del Campo. Armando Bartra |