Taxi, taxi
De turbantes, acentos, colores, pronunciaciones paquis del inglés, indias, turcas, chinas, hispanas, húngaras, árabes y polacas, los taxistas de Manhattan suelen ser más parlanchines de lo que mis anhelados paseos de ensoñaciones entre los cuatro puntos cardinales de la larga ciudad y puerto neoyorquinos y sus desviaciones toleraban.
El que había sido técnico radiólogo padecía diabetes y, a pesar de conocer las consecuencias, todavía no consultaba ningún especialista, pues optaba por seguir dietas del dominio común, que prefería a los medicamentos y sus costos. Su padre, inmigrante y diabético, se había sometido a cuanto tratamiento le propusieron los diferentes médicos estadunidenses que consultó, tanto del Servicio Social como de la práctica privada, y sin embargo murió a los 40 años, medio ciego y con la pierna izquierda amputada. Detrás de un pañuelo y con pudor, yo tosía en el asiento de atrás a la derecha, temerosa de que el conductor pensara que lo hacía a propósito para interrumpirlo con la esperanza de que la indirecta lo forzara a guardar silencio y permitirme observar sin intervenciones ajenas las hojas ocres y naranjas del otoño del costado del Central Park y la Quinta Avenida. En un momento dado giramos y regresamos, más por evitar el tráfico que por procurar ver, aunque fuera de pasada, a los patinadores del Rockefeller Center. Me contó que los enamorados suelen declararse en la pista previo acuerdo con los organizadores, y que de hecho él se le había declarado a su esposa en esas circunstancias bajo el gigantesco árbol de Navidad iluminado y una estrella de cinco picos brillantes que colgaba de no sé qué cables y parecía piñata de lujo. Luego tuvimos que detenernos momentáneamente a la vuelta de Park Avenue y, contra la portezuela de mi lado y sobre una bomba de agua para incendios, el taxista vislumbró una gorra de lana beige que lo entusiasmó. Porque creí que bromeaba, le ofrecí estirar el brazo por la ventanilla y alcanzársela con la mano. “¡Gracias; sí; se ve en muy buen estado! La echo a la lavadora y la usaré todo el invierno.” Así que procedí, con guantes, pues de otro modo el acto más que incivil me habría parecido simplemente repugnante. Supongo que por el frío que penetró al bajar el vidrio se renovaron mis ataques de tos, una tos “de fumador” (¿o de bronquitis o de neumonía o de enfisema?), en una víctima que jamás fumó y que ha evitado siempre las situaciones de fumador pasivo. El taxista, contento con su azarosa dádiva invernal, me ofreció un caramelo específico para aliviar la tos. A mi vez, en calidad de diabética, no chupo ni siquiera caramelos para la tos sin azúcar. Pero desenvolví el que me tendió mi guía y lo dejé disolverse entre mi lengua y paladar a la vez que guardaba en el bolsillo del abrigo uno extra que también me entregó el taxista y del que me desharía a la primera oportunidad.
Un paqui de torso corto, tras un par de vistazos por el espejo retrovisor, se aventuró a identificarme como periodista. Añadí que además escribía ficción. “Eso es arte, ¿no? ¿Cuentos? Los cuentos son arte”, me sonrió por encima del hombro, no tanto porque fuera aficionado al “arte”, como porque lo enorgullecía su intuición de haberme identificado de periodista y esa clase de quehacer escrito que se manifiesta en periódicos, revistas y libros.
Otro taxista asimismo había jugado a adivinar en qué trabajaba, pues me había recogido en la universidad y suponía que debía ser profesora, o qué era lo que hacía y a qué me dedicaba. Sin desmentirlo de que fuera maestra, amplié que era escritora. “¿Enseña a poner correctamente las palabras en los asuntos de las oficinas?”
El último día de clases los estudiantes me acompañaron a tomar el taxi. Se esmeraron en parar a un conductor hispano. “Son más confiables”, y le recomendaron cuidarme. Él se rió y les entregó una tarjeta con sus datos. Al bajarme, me entregó otra. “Llame a sus amigos y comuníqueles que está a salvo.”