El gobierno y las elecciones
La acción de los gobiernos en periodos de elecciones siempre ha sido y será una calamidad porque produce, indefectiblemente, situaciones conflictivas que, a su vez, son fuente de injusticias e inequidades que acaban violando las leyes y suelen llevar al desquiciamiento de la convivencia de las distintas fuerzas políticas y del propio orden constitucional. Todo ello parece ser inevitable, porque demandar a los gobiernos que se abstengan de realizar sus funciones sería absurdo y como siempre obedecen a un signo partidista sucede con frecuencia que la fuerza o las fuerzas que representan resultan ser las principales beneficiarias de sus actos.
El poder del Estado es el poder superior de la sociedad y parecería que si está en manos de un partido o una coalición política (porque sus exponentes fueron elegidos para ejercer el gobierno en ese poder) no puede por más de favorecer los intereses particulares de ese partido o coalición. Pero en los regímenes democráticos avanzados eso es menos frecuente o, de plano, no sucede, y así pueden verse gobiernos que suceden a otros de signo contrario. Resulta más cierto, sin embargo, en los regímenes en los que hay un escaso desarrollo de la democracia o ésta se encuentra aún en desarrollo.
En México sucede que la acción de los gobiernos siempre influye negativamente en los procesos electorales porque produce, invariablemente, situaciones de inequidad y, a menudo, de violación de las leyes y de la Carta Magna que deciden el resultado de los comicios. Si se quisiera medir la efectividad y la fortaleza de nuestra democracia, se podría hallar en ese fenómeno el mejor indicador. Se ha querido poner freno al partidarismo de los gobiernos limitando su acción desde la víspera de las elecciones; pero han sido siempre soluciones ineficaces que no resuelven el problema.
Que en los regímenes auténticamente democráticos un partido en el gobierno pierda unas elecciones es harto frecuente; que eso suceda en México resulta de verdad muy raro. Se ha dicho que se necesita ser muy estúpido para que ello suceda y, en nuestro país, parece que siempre es por eso. En las sociedades democráticas se pierde el poder porque se falla en el gobierno de la sociedad; en ellas los electores deciden la suerte de los partidos gobernantes. En México, por lo general, se gobierna mal o no se gobierna en absoluto, pero no por ello se pierde el poder. Es más, a veces, por eso se conserva, todo por obra de los electores.
Por ello resulta inútil imponer cuantas restricciones se puedan imaginar a la acción de los gobiernos en periodos electorales si lo enclenque de nuestra democracia impide que se cumpla con ellas o, sencillamente, se desvirtúen y acaben favoreciendo de cualquier forma a los partidos gobernantes. La pregunta obligada es ¿qué se puede hacer para que eso no suceda? Y la respuesta, aunque pueda parecer ingenua, es tan sencilla como hacer que los gobiernos cumplan con las leyes, si es que éstas se dan, porque cuando no existen ni para qué hablar.
Las leyes nunca podrán comprender todos los casos que buscan regimentar o lo hacen de manera tan genérica que dan lugar a rejuegos de interpretación judicial que nunca los resuelven. Con las restricciones electorales sucede eso con mayor frecuencia y, así, los gobiernos siempre violan las disposiciones legales para favorecer a los candidatos de su o de sus partidos. Aun los tribunales electorales más confliables se vuelven inútiles para resolver cualquier controversia al respecto. En ello los congresos suelen ser los alcahuetes más serviciales de los abusos.
Siempre falla algo: o las leyes o los tribunales o los legisladores. Incluso cuando la ley es bastante clara siempre aparece el villano. Cuando el TEPJF decidió en 2006 que Fox había violado las leyes “sólo un poquito” y que no había influido en el resultado final de la elección presidencial, abrió el camino con su felonía a la paulatina deslegitimación de los órganos jurisdiccionales electorales y, también, a su obsolescencia. El IFE, por su lado, hoy sólo mueve a risa con sus resoluciones sacadas de los pelos y las declaraciones asombrosas de sus funcionarios. No puede haber respeto a la ley cuando no hay instituciones que la hagan respetar.
Con las leyes sucede algo que deja anonadados: la Constitución ordena que se hagan, pero los poderes legislativos siempre se resisten a hacerlas y las mandan a las calendas griegas. Eso sucede con las reformas constitucionales en materia electoral, de comunicación o de transparencia. Basta que los grandes empresarios y los conservadores de toda laya se inconformen o se amparen para que se paralice la acción legislativa. No hay leyes adecuadas de comunicación porque los propios legisladores, en contubernio con sus patronos, se resisten a elaborarlas y a aprobarlas, aun cuando la Constitución los mandata expresamente para ello. El llamado derecho de réplica, por ejemplo, está instituido en la Carta Magna desde 2007; pero todavía no hay una ley de derecho de réplica.
Y todavía hay babiecas que se extrañan de que en México no se permita que los exponentes del gobierno participen a favor de los candidatos de sus partidos en las justas electorales, cuando eso está autorizado en todos los regímenes democráticos del mundo. Hasta en Estados Unidos el presidente hace campaña por los candidatos de su partido y no se diga de los regímenes parlamentarios europeos. ¿Por qué en México no? Claro que jamás se cuestionan si en México tenemos una verdadera democracia o una todavía en pañales. Y, ¿quién les habrá dicho que en México los gobernantes no hacen campaña por sus candidatos? La diferencia es que aquí, como ese fenómeno tan peculiar que fue Fox, se hace violando abiertamente la ley y la misma Constitución. Esa es la pequeña diferencia.
¿Quién podría poner en duda que los principales actores en los próximos procesos electorales serán el presidente de la República y los gobernadores (y también los alcaldes) y no los partidos ni sus candidatos en cuanto a promoción del voto se refiere? Tienen todo de su parte: impunidad garantizada en sus actos, leyes malhechas que fallan en regular esos procesos con rigor, autoridades administrativas electorales poco confiables y muy maleables y, finalmente, instancias jurisprudenciales que pueden decidir lo que los votos no indicaban. Eso es, justo, lo que ahora se revela ser nuestra democracia.