■ Deprimido por su derrota ante Pintor, estuvo más de 15 años con problemas de drogas y alcohol
Carlos Zárate: la caída y el resurgimiento de un campeón
■ Vivió en hoteles de paso en La Merced, Tepito y Peralvillo, “porque ahí estaba el conecte”
■ Pasó 10 meses en un centro de rehabilitación
■ “Ya no tengo lana, pero vivo con dignidad”
Ampliar la imagen Carlos Zárate se convirtió en el relato vivo del drama que padecen muchos boxeadores Foto: Juan Manuel Vázquez
En la azotea de un hotel de La Merced, el ex boxeador Carlos Zárate pensó en arrojarse al vacío.
Estaba arruinado, totalmente solo y con una fuerte adicción a la base de cocaína y al alcohol, que terminaron por hacer pedazos el recuerdo de la gloria que alcanzó sobre los cuadriláteros.
Envuelto en los vapores de la droga, desde las alturas se preguntaba qué sentiría si estrellara su miseria contra el pavimento.
La historia de su caída empezó con una decepción que sufrió en los encordados, cuando –después de defender en 10 ocasiones el cinto–, perdió por nocaut técnico el título mundial gallo ante Lupe Pintor, en 1979. Esa vez el Cañas se sintió robado y nunca pudo recuperarse del duro golpe.
En ese entonces, Zárate estaba en la cima, gozaba de fama y riqueza. Tenía de todo y en grandes cantidades: era dueño de un yate en Acapulco –que al final un conocido se lo quedó sin pagarlo–, estaba a punto de comprar en la bahía una casa que era de su amigo Vicente Fernández, tenía varios autos lujosos, casas y era viajero frecuente a Las Vegas.
El Cañas peleó en los grandes escenarios de Estados Unidos contra prestigiados rivales. Recibió bolsas millonarias y fue nombrado el mejor peleador del año en 1977, por encima de boxeadores como Muhammad Alí, Rubén Olivares, Roberto Durán y Alexis Argüello.
Se acabó el sueño
Con la derrota ante Pintor se acabó el sueño. Todo se estropeó desde ese momento. Abandonó el pugilismo y ya no quiso saber nada de esa disciplina, donde sintió que había deslealtad e intereses por encima de lo deportivo. Pensó en administrar sus ganancias, abrió una mueblería, una vinatería y se olvidó de los guantes.
“Tuve varias decepciones en el boxeo y, como muchos peleadores, caí fuerte después de conocer la grandeza. Del 80 al 85 estuve sumido en una profunda depresión por la derrota con Lupe Pintor. Ya no quería pelear después de eso. Además ya tenía dinero y pensé que me iba a durar.... pero las cosas cambian.”
Sobre todo, recuerda, porque además acumuló una deuda de 5 millones de pesos con el fisco y al saldarla quedó en bancarrota.
“Aunque llegué a tener unos 18 millones de pesos en aquel entonces, que me permitían vivir bastante bien, después me vi obligado a regresar porque necesitaba la feria. Además, empecé a echarme mis tragos y pasó lo que tenía que pasar: me acabé la vinatería y la mueblería se fue a pique. Se acabó el dinero. Después de eso no quedó de otra y tuve que volver al boxeo.”
A los 35 años regresó a pelear e hizo varios combates con éxito, por lo que intentó infructuosamente volver a ser campeón mundial, esta vez en los pesos supergallo: primero ante el australiano Jeff Fenech, y casi a los 40 años enfrentó a Daniel Zaragoza. Ese fue su último combate.
Un día un amigo lo invitó a una fiesta; cuando llegó al departamento y abrieron la puerta, una cortina de humo apenas le permitió reconocer varios rostros famosos; había gente del espectáculo, la política y la policía.
“Parecía un sauna general. Ahí me dieron una pipa con base de coca. Me maree mucho y como con las papitas: no pude fumar sólo una. Agarré una adicción muy fuerte. Me sentía igual a los artistas, protegido por la policía y halagado por los empresarios. Después ya no salía de ese departamento”, refiere.
El poco dinero que le quedaba de sus últimas peleas se esfumó como un “jalón” de pipa y empezó a saquear su propio hogar: “Tenía una casa muy bonita y empecé a hundirme, vendía todo, ¡hasta las lámparas! Al final ya no tenía nada, así que decidí salirme de ahí”.
Empezó un itinerario inestable, viviendo en hoteles de paso, principalmente de La Merced, Tepito y Peralvillo, “porque ahí estaba el conecte para la droga”. Estafando a quien se dejara, organizando funciones falsas, rifas y sorteos que nunca realizaba. Entre cuarto y cuarto sólo pensaba cómo conseguir la siguiente dosis, recuerda Zárate.
Vivió más de 15 años con problemas de drogas, haciendo esfuerzos por aparentar un mínimo de control sobre su persona. “Por dentro estaba deshecho, sin familia y sin dinero.
“Hice un programa de una función y para los que me apoyaran les entregaba un guante firmado por el Púas y la Chiquita González. A algunos sí les di el guante, pero no profesional. Nunca hice esa velada. Era una mentira y por eso se daban cuenta de mi estado”, acepta.
Cuando se le acabaron los clientes, recurrió al Consejo Mundial de Boxeo (CMB), porque supuso que “ahí estaba lo bueno”. No cayeron. La única oferta que obtuvo fue apoyo para internarse en un centro de rehabilitación. Sin embargo, no estaba convencido de que podría conseguirlo.
“Un día en mi habitación recibí una llamada telefónica; era mi mujer Nelly con mis hijos, habían ido a verme. ¡Ah, chinga! De inmediato bajé para platicar con ellos pero no quería que me vieran así.
“Mientras bajaba por el ascensor empecé a imaginarme que estaba viviendo un sueño donde yo estaba de regreso de un viaje y ellos estaban ahí para recibirme. Pero cuando llegué al lobby la realidad era distinta, y cuando los vi sólo pude abrazarlos y llorar con ellos porque yo estaba muy mal.”
Esa experiencia fue decisiva para que Zárate intentara rehabilitarse, así que con la ayuda del CMB y su familia entró a un centro cercano a Pachuca, donde pasó 10 meses tratando de sobreponerse, apoyado también en sus creencias religiosas.
“Los primeros días fueron horrorosos. Una angustia y yo sudaba, me temblaba el cuerpo. Aunque era un centro de esos que llaman de puertas abiertas, sentía pavor cada que cerraban por las noches. Sentía que me llevaba la fregada con la desesperación”, revive los difíciles días de la abstinencia.
Al final Zárate se rehabilitó, se convirtió en el relato vivo del drama que vivieron muchos boxeadores, quienes tras conocer la gloria terminan envueltos en ásperas tramas de adicciones y estafas.
“La vida del boxeador es dramática, porque se gana a golpes y es algo brutal tener que hacer esto para obtener dinero. Uno por cuestiones de la naturaleza nace con el instinto para pelear. Luego la droga y el alcohol están ahí, y uno a veces es soberbio... caemos.”
El Cañas habla con orgullo porque desde pequeño ya tenía ese instinto de peleador y recuerda cuando a cambio de meriendas que preparaba como pagos, disfrutaba midiéndose a golpes con otros niños de la colonia Ramos Millán: “Cuando me sonaba a algunos, pues les regalaba la merienda para que no lloraran”.
Ahora entrena a jóvenes, entre ellos a su hijo Jesús Zárate, y tiene un cargo en el CMB. Está contento con la vida modesta que comparte con su esposa Nelly. Ya no se siente avergonzado de sus acciones, aunque pide perdón a todos aquellos que pudieran sentirse ofendidos.
“Estoy mejor así, ahora vivo honradamente y con modestia. Ya no tengo lana como antes, pero tengo a mi familia, mi carrito, mi celular, me visto con dignidad. Estoy feliz”, dice y suelta una sonora carcajada.