¿Cero tolerancia o cero efectividad?
El nuevo Programa Nacional de Rendición de Cuentas, Transparencia y Combate a la Corrupción anunciado con bombo y platillo el pasado 9 de diciembre por Felipe Calderón no es un “programa”, ni es “nuevo”, ni tiene que ver con el combate a la corrupción y mucho menos con la rendición de cuentas. Es más bien un desesperado intento por simular la existencia de una estrategia integral en la materia ante el evidente fracaso de la lucha por limpiar la administración pública federal a dos años de haber tomado el poder.
Las prioridades del “programa” se quedan en un listado de buenos deseos: consolidar la transparencia, fortalecer la fiscalización, promover la cultura de la legalidad, establecer mecanismos de coordinación institucional, etcétera. Pero la forma de concretizar estos grandilocuentes enunciados no rebasa el afán de alcanzar buenas calificaciones en los índices y barómetros internacionales, en la lógica de hacer de México el chico bueno del pizarrón que portándose bien aprende la lección de sus maestros internacionales.
Las metas principales para 2030 son que México se encuentre entre el 20 por ciento de los países mejor calificados en el Índice de Fortaleza Institucional del Foro Económico Mundial, alcance una calificación de 9 en el índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional y logre una calificación de 75 en el Índice de Gobernabilidad del Banco Mundial. Así, estos organismos internacionales se convierten en los interlocutores directos de los compromisos en materia de corrupción, y la ciudadanía, como siempre, queda relegada a un segundo plano.
En un esfuerzo por demostrar la seriedad con que se enfrenta al problema, el programa se envuelve en un discurso de “cero tolerancia” hacia la corrupción. Pero la constante reiteración más bien resulta una confesión implícita de que durante los últimos dos años ha habido una clara tolerancia hacia este mal. De otra forma no se explica por qué ahora sí sea necesario reducir la tolerancia a cero.
Con la utilización de este término el gobierno también busca hacer referencia a las políticas implementadas por Rudolph Giuliani en Nueva York en los 90. En este sentido, resulta perfectamente adecuado bautizar al nuevo programa con el nombre de “cero tolerancia”, ya que repite los mismos errores de la estrategia fallida de Giuliani. En lugar de entender la corrupción como un problema sistémico que corroe las funciones centrales del Estado, el principal objetivo del programa se reduce a lograr “un cambio de actitud” en la sociedad. En una repetición de las estrategias fallidas desde hace más de dos décadas; otra vez el gobierno plantea la construcción de una nueva “cultura de la legalidad” como la llave mágica para resolver el problema de la corrupción.
En palabras del secretario de la Función Pública, Salvador Vega Casillas, “la solución no es sólo llenar las cárceles de corruptos”, sino promover estrategias con un “enfoque preventivo”. El problema con este planteamiento, que sería perfectamente plausible en otro contexto social y político, es que no advierte la gravedad del problema que hoy tiene postrado al país al borde de la destrucción de la vida institucional y la convivencia democrática. Ya han transcurrdo casi 25 años de “enfoques preventivos” que no han dado ningún buen resultado. Así que a estas alturas del partido no nos vendría nada mal encarcelar al menos a un par de corruptos y así dar un claro mensaje de intolerancia hacia la impunidad.
También habría que ser muy claro respecto al preponderante papel que siempre ha jugado el sector privado en el fomento de la corrupción. Por cada funcionario público dispuesto a enriquecerse ilícitamente hay un empresario dispuesto a pagar su precio. Sin embargo, en el documento oficial no existe la más mínima mención a la corresponsabilidad del sector privado. Respecto a la participación ciudadana, se propone el establecimiento de una nueva línea telefónica para recibir denuncias ciudadanas. Es loable el espíritu ecológico que inunda la propuesta pues en lugar de los tradicionales “buzones de quejas y sugerencias”, hoy por fin los ciudadanos podrán realizar sus denuncias sin gastar tanto papel. Pero una vez más, en lugar de involucrar a la ciudadanía de manera activa en la supervisión del gasto público y el seguimiento concreto de casos de corrupción, el gobierno ratifica una concepción pasiva de la intervención ciudadana.
El documento también demuestra un franco desprecio por el Estado de derecho. De manera increíble, y en clara violación a nuestra Carta Magna –lo cual por cierto, ya se está volviendo el deporte favorito de este gobierno– aplaza el cumplimiento de las reformas al artículo sexto constitucional en materia de transparencia para 2012. De la misma forma, deja el cumplimiento del artículo cuarto de la Ley Federal de Responsabilidades en materia de acciones preventivas también hasta 2012, pero en este caso solamente se plantea cumplir en un 80 por ciento.
La solución a la corrupción no se encuentra en convertir a los mexicanos en niños obedientes, sino en establecer un claro sistema de incentivos que reduzca la tendencia a abusar de la autoridad, sobre todo en las altas esferas del gobierno. El combate a la corrupción requiere de acciones y programas serios e innovadores basados en un análisis objetivo y autocrítico de la problemática que enfrenta el país. Lamentablemente, lo que nos ofrece Calderón es más de lo mismo: simulación, ineficacia e impunidad.
* Investigadora y Coordinadora del Laboratorio de Documentación y Análisis de la Transparencia y la Corrupción del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM