Editorial
Alcoholímetro: ¿prevención o exceso?
En los primeros seis días de aplicación del programa Conduce sin alcohol que la Secretaría de Seguridad Pública del Distrito Federal (SSP-DF) aplica con motivo de las fiestas de fin de año, cerca de 600 personas han sido detenidas y remitidas al Centro de Sanciones Administrativas, popularmente conocido como El Torito, donde los conductores que no pasan la prueba del alcoholímetro cumplen un arresto inconmutable de 20 a 36 horas. A consecuencia de los altos índices de detenciones de los días recientes –tan sólo entre la noche del sábado y la madrugada del domingo se remitieron 140 infractores–, las instalaciones de ese centro, con capacidad para 190 personas, se han visto con mucho rebasadas.
En principio, debe señalarse que están fuera de toda duda la pertinencia y la necesidad de programas públicos orientados a disminuir los accidentes de tránsito, que, de acuerdo con datos de la Secretaría de Salud, se han convertido en la primera causa de muerte entre los jóvenes del país (La Jornada, 4/1/08) y mantienen una correlación muy alta con el uso y abuso de bebidas embriagantes: en 2006, por ejemplo, 70 por ciento de estos percances fueron consecuencia del consumo del alcohol, según cifras de la propia SSP-DF (La Jornada, 23/2/07). A la luz de estos datos, es claro que las autoridades tienen la responsabilidad de evitar que personas en estado de ebriedad al volante provoquen daños materiales y humanos.
La medida aplicada por las autoridades, sin embargo, acusa, tanto en su diseño como en su espíritu, elementos que la hacen por lo menos cuestionable. Salta a la vista, por ejemplo, el carácter arbitrario que subyace en la aplicación de la prueba del alcoholímetro, por ser una decisión que depende en primera instancia del juicio y el olfato del personal instalado en los retenes; es igualmente discutible que, al fijar un estándar de alcohol en la sangre para determinar si se amerita la sanción, no se haga distingo entre quienes apenas rebasan esa medida y quienes lo hacen por amplio margen.
Pero acaso el punto más criticable del programa sea que se obligue a cumplir una detención carcelaria y de carácter inconmutable a quienes, en estricto sentido, sólo han cometido una falta administrativa: conducir con niveles de alcohol en la sangre superiores a los permitidos. Es obligado preguntarse si la disposición es consistente con el espíritu y la letra de la Constitución, la cual consagra que “nadie puede ser molestado en su persona, familia, domicilio, papeles o posesiones, sino en virtud de mandamiento escrito de la autoridad competente, que funde y motive la causa legal del procedimiento”, y que “no podrá librarse orden de aprehensión sino por la autoridad judicial y sin que preceda denuncia o querella de un hecho que la ley señale como delito” (artículo 16). Si lo que se quiere es evitar que las personas alcoholizadas provoquen daños, bastaría con que se les impidiera conducir en ese estado y remitir sus vehículos a los corralones en caso de que nadie más pueda manejarlos. Sería también adecuado imponer una multa a los infractores por la falta cometida y aplicar en sus licencias de manejo el número de puntos establecido en el Reglamento de Tránsito Metropolitano. Más allá de esto, se corre el riesgo de que el programa se coloque en el ámbito del paternalismo y aun del autoritarismo.
En suma, los planes de prevención de accidentes son necesarios, sí, pero también es indispensable que estén de acuerdo con los tiempos, con la ley y con la realidad política y social, y que se alejen de medidas que son a todas luces excesivas.