Usted está aquí: martes 23 de diciembre de 2008 Opinión Libros viejos

Javier Flores

Libros viejos

Mi abuelo guardaba un tesoro en un cuarto. Eran cientos de libros viejos. Algunos estaban escondidos en un clóset. Muchos eran sobre religión, unos más sobre ciencia y otros temas. Encuadernados finísimos con títulos dorados, el mismo color del filo de las hojas cuando estaban cerrados. Una cinta púrpura de seda servía para separar las páginas que uno leía. Cuando murió, el cuarto estaba ahí con los libros y el clóset cerrado.

Yo era un niño y lo primero que se me ocurrió fue abrir el clóset. Revistas y libros apilados con polvo y olor a viejo. Si estaban encerrados era por algo. Al leerlos me enteré de cosas increíbles. Descubrí cómo hacen el amor los hipocampos y otras especies animales y el conocimiento de la época sobre la sexualidad humana. No sé qué pasó con esos libros. No me correspondía disputar su propiedad, aunque ahora confieso que es lo que hubiera querido.

Mi padre fue médico. Acumuló gran cantidad de libros de medicina, en especial de ginecología y obstetricia. En mi adolescencia veía las ilustraciones de síndromes rarísimos, los embarazos, las versiones por maniobras internas, las histerectomías y las afecciones de las glándulas endocrinas. Tratados maravillosos de anatomía humana y de cirugía. También se perdieron. Mi padre murió y sus libros quedaron en lugares que se volvieron inaccesibles para mí.

Pero luego me dediqué a recuperar la biblioteca de mi padre. Casi todos los libros de ginecología y obstetricia ya están conmigo, algunas joyas como el Testut de anatomía humana, la Anatomía topográfica y algunos de los libros viejos de sexualidad humana de mi abuelo. Pero, como comprenderá el lector, es una empresa titánica y todavía no termino… quizá nunca lo logre.

Hay material de estudio muy importante en esos libros viejos. Temas apasionantes, como algunas patologías ya desaparecidas que forman parte de la historia de la medicina y, al mismo tiempo, son parte de lo más actual del conocimiento.

Yo visito regularmente las librerías de viejo para encontrarme con ese pasado. Por alguna razón, siempre aparece un libro, salta. Como dice mi buen amigo Mauricio Ortiz, a veces no es uno quien encuentra un libro, sino el libro quien lo encuentra a uno. Eso fue lo que ocurrió hace poco; inesperadamente apareció el libro de Hoffman Female Endocrinology (endocrinología de la mujer), publicado por Saunders en 1944, en el que el autor recoge algunas de las primeras teorías sobre los factores genéticos involucrados en la determinación del sexo.

En esa época los humanos teníamos 48 cromosomas (sí, 48 y no 46 como sabemos ahora), 23 pares de autosomas y dos cromosomas sexuales, X y Y. Hoffman se pregunta sobre la naturaleza de los genes determinantes del sexo y cómo estos difieren en mujeres y hombres. En su minuciosa revisión, cita autores como Goldschmit (1931), quien sostiene que hay dos genes sexuales que difieren cuantitativamente en los dos sexos. En las mujeres el factor F, que se localizaría en el cromosoma X; y en los hombres el factor M, localizado en los autosomas. Para explicar las diferencias, los hombres tendrían dos genes M contra uno F (por tener sólo un cromosoma X), mientras las mujeres tendrían dos genes F (por tener XX), asumiendo que F es cuantitativamente superior que M.

También destaca la teoría de Bridges (1932), quien proponía la existencia de genes sexuales en todos los cromosomas, entre los cuales se ejercían influencias recíprocas en un balance en el que al final unos podrían predominar sobre otros.

Finalmente destaca la explicación ofrecida por Lebedeff (1938), quien, basado también en la idea de los dos factores M y F (pero en este caso igualmente potentes), postula la existencia de mecanismos especiales, consistentes en elementos supresores, que determinan el balance entre estos dos factores inhibiendo al gen masculino.

Son teorías de gran belleza contenidas en este viejo libro que forman parte ya de la historia de las ideas sobre la determinación del sexo. Destacan las nociones sobre el papel de los autosomas y la existencia de genes supresores que tienen gran vigencia. Por supuesto, también hay errores, pero en la era de la biología molecular, del SRY (el gen que se cree que determina el sexo) y del desciframiento de la molécula completa del ácido desoxirribonucleico no hay razones para ser pretenciosos, pues siguen existiendo fallas.

O sea, de algún modo hoy sigue pasando lo mismo que en los entrañables libros viejos.

 
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