Usted está aquí: martes 23 de diciembre de 2008 Opinión Doña Amalia

Néstor de Buen

Doña Amalia

Hay personajes que tiene uno la oportunidad de conocer y guardar para siempre su recuerdo. Amalia Solórzano de Cárdenas ha sido, sin duda alguna, alguien que deja huella en su paso por la vida, a pesar de que, casada con otro personaje fundamental en nuestra historia, el general Lázaro Cárdenas, en ningún momento dejó de ser ella misma y no sólo la esposa de un presidente y ex presidente.

No recuerdo cuándo Cuauhtémoc, su hijo, me presentó con ella. Hace, desde luego, muchos años. Reconozco que aparte de la emoción de ese inicio del trato personal, lo que me llamó la atención fue su enorme simpatía y sencillez, al grado de que no me fue difícil hablarle de tú y ser correspondido de la misma manera. Obviamente la aureola excepcional de ser esposa de quien era, acompañó siempre a Amalia Solórzano, pero sus propias virtudes la llevaron a tejer una personalidad por ella misma.

Los exiliados españoles, “los pinches refugiados”, como también se nos calificaba, hemos hecho de doña Amalia un objeto de veneración laica. Entre otras muchas cosas, por su entrega a la causa de los niños españoles que México recibió en 1937, los bien conocidos como “niños de Morelia”, nombre que ya no es muy adecuado a su edad: en promedio somos contemporáneos. Pero Amalia Solórzano no se conformó con convertirse en la madre de todos ellos. Así la consideraron y la consideran. Y ya viuda de mi general, puso en evidencia con mayor impulso su propia personalidad.

Acompañó a su hijo Cuauhtémoc en aquel intento mal frustrado de llegar a la Presidencia. Fue, en mi concepto, sin la menor duda, su principal aliada. Para todos los que de alguna manera hicimos nuestra esa aventura, su ejemplo, su presencia, su ánimo permanente fueron un factor definitivo a favor de la candidatura de su hijo.

No tuve el privilegio de ver a Amalia con frecuencia. Alguna vez fui a su casa y me emocionó conocer la que fue casa de Lázaro Cárdenas. Confieso que olvidé la dirección, aunque más o menos recordaba por dónde era. Y ahora, al enterarme la noche del día 12 de su fallecimiento, cenando en casa de Pablo y Patricia Marentes, no me pareció oportuno buscar en alguna agencia donde suponía sería velada. Al día siguiente, me vestí de manera adecuada y busqué en La Jornada la información y me encontré con que se reseñaba la visita de todo el mundo, incluido el Presidente, a su casa particular, cuya dirección no tenía. Hice una carta manuscrita para Cuauhtémoc, que llevé personalmente a la dirección que conocía, que, por lo visto, ya no es, y confié en que de todas maneras le sería entregada.

En Madrid hay, por supuesto, nada menos que en La Castellana, un monumento a mi general. Contradictoria y dolorosamente, aún se conserva otro dedicado a Franco, salvo que lo hayan quitado últimamente. Si no lo han hecho, deberán hacerlo. Pero estoy convencido de que España le debe también a Amalia otro monumento que reconocería su bondad, su generosidad, su inteligencia y, sobre todas las cosas, su solidaridad efectiva a favor del exilio español y de manera particular para los niños de Morelia. Me gustaría, si lo hacen, que lo colocaran por El Retiro, ese parque madrileño, con lago, grato para pasear sin prisas y sin tránsitos.

Yo me imagino, lo he leído algunas veces, que ese primer encuentro entre Lázaro Cárdenas y Amalia Solórzano, en una especie de desfile en que el general quedó deslumbrado por la belleza de la muchacha que lo saludaba desde un balcón, fue más que afortunado. Y hay que ver, en esa fotografía de su matrimonio, publicada aquí en La Jornada, lo guapa que era Amalia y lo atractivo de Lázaro.

Nona, mi esposa, recuerda que el general tenía unos ojos muy bonitos. Amalia Solórzano de Cárdenas fue una mujer absoluta. Muchos la recordaremos con emoción y de manera especial los que disfrutamos del exilio que su esposo, mi general, nos brindó. A ellos les debemos todo.

 
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