Mar de Historias
Navidades con mi abuela
Tarde o temprano en nuestras cenas de Navidad siempre aparecen los ausentes. Los amigos y familiares que a lo largo del año permanecieron en el olvido van llegando envueltos en aromas y sabores que son parte de una historia doméstica. En el centro de la mía está mi abuela. Detestaba su nombre. Por respeto a su memoria no voy a escribirlo. Al evocarlo aparece una mujer intuitiva, voluntariosa, que amó y defendió con la misma pasión a su familia y a su tierra.
I
Mi abuela lo sabía todo a pesar de que nunca aprendió a leer ni a escribir. A cambio de esa terrible limitación nació con una fortaleza envidiable tanto física como espiritual. Nadie la recuerda enferma. El único mal que padeció se la llevó a la tumba. Entre sus pertenencias no quedaron ni lentes ni medicinas a medio consumir, ni radiografías ni bastones. Tampoco nos dejó retratos. A su juicio, posar ante una cámara era prueba de vanidad, lo mismo que mirarse al espejo sin motivo preciso.
Durante la Nochebuena, cuando la familia se reúne y queremos recordar a mi abuela, entre todos reconstruimos su imagen aportando detalles acerca de su estatura, el tono de su voz, el óvalo de su cara, la calidad de su pelo, el lunar en la mejilla, el color de sus ojos y la fuerza de una mirada que doblegaba “hasta a los mismos hombres”.
II
Ese retrato hablado cobra una tercera dimensión y se humaniza cuando alguien alude a sus prolongados silencios, a las manías que acotaban su comportamiento, a sus supersticiones y temores. Para ella la comezón en la palma de la mano era anuncio de una riqueza por venir, los dientes separados augurio de una vida viajera, la abundancia de lunares prueba de estupidez. La creencia de que a los momentos de alegría sucede siempre una desdicha la llevaba a contener la risa o advertirnos: “cuidado: no se rían demasiado, porque al rato lo van a pagar.”
III
Nunca asistió a la escuela. El desconocimiento de las letras agudizó su retentiva. Según sus propias palabras, todo lo tenía escrito en la cabeza. La primera vez que le escuché esa expresión imaginé que bajo la mantilla que le cubría la frente estaban grabados nombres, fechas, oraciones, historias y recetarios.
Lamento que no haya logrado escribir uno y jamás se le ocurriera dictárnoslo. Así podríamos reproducir alguno de sus maravillosos platillos, pero sobre todo su ponche navideño. Aunque la preparación de algo en apariencia tan sencillo era laboriosa, mi abuela nunca aceptó ayuda.
En los días previos a la Navidad pasaba horas aislada en la cocina de techos altos y paredes ensombrecidas por el humo. Rodeada por el olor de las guayabas, los tamarindos y la canela se convertía en la sacerdotisa de un rito exclusivo de diciembre.
Muchas veces hemos intentado reproducir aquella delicia. Es inútil. Aunque mezclemos todos los ingredientes siempre le falta algo de sabor.
Mis primas lo atribuyen a que los productos de ahora son insípidos o a que tal vez lo hacemos de prisa y no le damos al ponche suficiente reposo. Opino que es otra la razón de nuestro fracaso: la bebida carece del toque que le daban las manos de mi abuela.
IV
Huesudas, deformes a causa de la artritis, estaban surcadas por infinidad de líneas que se confundían con las que orientan hacia el amor y la fortuna o indican la brevedad o largueza de una vida. Sin embargo, aquellas manos rudas como alumbre eran sensibles para detectar asperezas, medir proporciones o recorrer el trayecto de un dolor hasta dar con su nacimiento. Entonces decidía qué remedio casero se necesitaba.
Sabía preparar muchos a base de hojas, flores, raíces, especias y semillas. A sus tizanas les agregaba siempre unas gotas de miel. Con ese ingrediente pretendía encubrir los sabores desagradables y devolverle su temperatura al cuerpo aterido por el dolor. Tal vez con esas mismas pócimas haya curado los suyos. De seguro los padeció, aunque siempre en silencio. Aplicada a su persona, callaba esa palabra –dolor– con la misma terquedad infantil que silenció su nombre. Dicen que terminó por olvidarlo.
V
Deploro que no hayamos conservado las cartas que mi abuela nos remitía cada semana. Por supuesto ella era incapaz de escribirlas. Se las dictaba al mismo encargado del correo y ninguna abarcó más que el anverso de una página. Con un particular sentido de justicia, en ese espacio debían caber tanto las buenas como las malas noticias concernientes a la familia y al pueblo entero.
Las misivas, de caprichosa ortografía y acezante puntuación, empezaban siempre con la misma frase:
“Espero que al recibir la presente se encuentren bien de salud como nosotros por acá, a Dios gracias”, y terminaban con la única letra que era capaz de escribir: la “D”, inicial de su nombre aborrecido. Lo recuerdo, pero no lo pondré aunque me parece muy hermoso. Me divierte pensar que muchos siglos antes de que lo llevara mi abuela le perteneció a una emperatriz bizantina.
De acuerdo con el contenido de la carta mi abuela elegía un papel distinto: con cenefa rosada o azul en caso de que nos anunciara el nacimiento de una niña o un niño; con orla negra si la noticia era un fallecimiento. Esos colores delimitaban con absoluta claridad los terrenos de la vida y la muerte.
VI
Cuando mi abuela murió, mis tías, transidas de dolor, le suplicaron al encargado del correo que nos diera la mala noticia. Llevado por la costumbre, el escribiente empezó con la frase habitual y también se sujetó al anverso de la página para describirnos desde el repentino malestar que condujo a mi abuela a la muerte hasta su velorio y su entierro. En el último renglón sólo faltó la “D”.
Entre dos fechas, sobre una lápida de cantera que guarda su tumba, está escrita la inicial del nombre que mi abuela aborreció. Insisto en que me parece precioso, pero no voy a escribirlo. Me basta con recordarlo esta Navidad.