Deseo, erotismo y muerte
Tanto Freud como Bataille se asomaron a las tinieblas de lo indecible, del deseo y de la muerte. Freud surcando las profundas oscuridades del inconsciente, Bataille en la caverna de Lascaux. En ese angustioso viaje con el “más allá del principio del placer” ambos supieron del deseo y de la angustia de muerte. En el sueño de la inyección de Irma, sueño paradigmático, Freud se topa, en palabras de Lacan, “con la revelación de algo, hablando estrictamente, innombrable, el fondo de esa garganta, de forma compleja, insituable, que hace de ella tanto el objeto primitivo por excelencia, el abismo del órgano femenino del que sale toda la vida, como el pozo sin fondo de la boca por el que todo es engullido y también la imagen de la muerte en la que todo acaba terminando...”.
Bataille, por su parte, entabló durante toda su vida, y su obra lo patentiza, un juego espectral con la muerte, la cual tiene un lugar protagónico en su obra. Le atrae particularmente ese último instante en el que habría que conjurar los poderes de la eternidad. Para él, el placer y el dolor están siempre unidos como los sutiles extremos de una misma horizontal: la línea de la vida, el erotismo por tanto, no es más que la aprobación de la vida hasta la muerte. Influenciado por Sade y Rimbaud, la transgresión y la poesía, no cesa de denunciar la “encrucijada de estas violencias fundamentales” de las cuales afirma: “no sabemos hablar” y que representan la “disolución de las formas”. Esto lo termina por convencer de la imposibilidad de representarlas. Para Bataille, la prueba de la equivalencia entre la muerte y el erotismo está en el hecho de que ambos conducen a “la apertura, a la continuidad ininteligible, incongnoscible”, es decir, a lo irrepresentable. Su intuición basada en Hegel, Nietszche y Freud lo perfila en la búsqueda entre el erotismo y la muerte. El filósofo encuentra una íntima relación entre el erotismo y muerte en un sentido trágico que bien puede transitar del sollozo más desgarrador a la risa más incontrolable. El erotismo compendia los matices más contradictorios: su fondo es religioso, trágico, a veces infonfesable, y su origen, muy cercano a lo divino. Y tal vez el único sendero para aproximarse al erotismo sea el estremecimiento que guarda íntima relación con otro estremecimiento, aquel con que sacude la angustia de muerte.
Paz acude a Freud y a Proust para decirnos que el erotismo y el amor son formas derivadas del instinto sexual: cristalizaciones, sublimaciones, perversiones y condensaciones que trasmudan a la sexualidad y la vuelven, muchas veces, incognoscible. Con su visión poética y su magnífica prosa nos dice: “Sometidos a la perenne descarga eléctrica de la sexualidad, los hombres han inventado un pararrayos: el erotismo. Invención inequívoca, como todas las que hemos ideado: el erotismo es dador de vida y de muerte.
Comienza a dibujarse ahora con mayor precisión la ambigüedad del erotismo: es represión y es licencia, sublimación y perversión... Es el caprichoso servidor de la vida y de la muerte. Erotismo y su doble faz: fascinación ante la vida y ante la muerte. El significado de la metáfora erótica es ambiguo, plural, expresa muchas cosas, pero tras todas ellas aparecen dos inscripciones indelebles: placer y muerte. El erotismo es antes que nada sed de otredad. “Para Lacan, la noción freudiana del instinto de muerte nos coloca en una encrucijada, el punto al que arribamos no es otro que el plano del deseo, al respecto enuncia: la noción freudiana empieza por postular un mundo del deseo. Lo postula antes de cualquier especie de experiencia, antes de consideración alguna sobre el mundo de las apariencias y el mundo de las esencias. El deseo se instituye en el interior del mundo freudiano en el que se despliega nuestra experiencia, lo constituye, y no hay instantes del menor manejo de nuestra experiencia en que esto pueda ser borrado. El mundo freudiano no es un mundo de cosas, no es un mundo del ser, es un mundo del deseo como tal.