Escribimos Nacidos para perder, pero no para transar
Escribimos desde la ciudad que amamos y que nos enloquece. La ciudad cuyas maravillosas luces del atardecer y cuyos ciudadanos de todos los días nos iluminan.
Solemos hacerlo desde la rabia que provoca la injusticia, el abuso del poder, la corrupción, el miedo, la doble moral mojigata de aquellos que bendicen con la mano derecha y se masturban con la izquierda.
Escribimos desde la vaga sensación mutante de que nada de lo que se pone en el papel ha de alterar la historia, ni siquiera la historia personal, y sin embargo desde la clara percepción y la esperanza de que en medio de la selva urbana de antenas de televisión, alguien nos escucha y todo está cambiando.
Escribimos desde las pasiones desgastadas, y no por ello menos intensas, de los que se saben propietarios de la letra en países dominados por la perversión de la falacia de las ondas y el analfabetismo funcional; bromeamos en las ferias del libro y decimos que 60 firmas nuestras, libro incluido, se canjean por una de Maradona y dos de Hugo Sánchez.
Escribimos desde las vocaciones de la voluntad, la leyenda, la utopía, el humor negro, la sátira, el melodrama involuntario, el realismo accidental.
Escribimos como si nos fuéramos a morir si no pudiéramos contar un cuento de hadas, los delirios del presidente, la ausencia del parque del Seguro Social, la cascarita futbolera de la esquina, la resistencia tenaz de los huelguistas; como si pudiéramos convocar los fantasmas de Pancho Villa, José Revueltas y el cura Matamoros. Y efectivamente nos morimos si dejamos de hacerlo.
Escribimos como si nos fuera el alma en el intento, como si fuéramos a perder el último tranvía nocturno si no ponemos el acento o encontrar la palabra que describe el smog en las noches, cuando no es posible verlo.
Y llamamos a leer, porque fieles a las tradiciones de la izquierda, pensamos que la lectura desata la imaginación, el pensamiento crítico, liquida a la soledad y que sin duda: “verbo mata a carita”.
Escribimos porque creemos en el poder de la palabra escrita, en su insinuante capacidad transformadora. Sabemos que la literatura es el gran instrumento de destrucción de las neuronas averiadas, que es el gran barco alienígena que navega en nuestras cabezas; que nadie será el mismo después de haber leído el diario de Ana Frank, que no se puede ser racista a los 40 si en la adolescencia fuiste sandoka-salgariano, que no está mal usar como los cuatro mosqueteros la palabra “honor”; que cuando Lenin fallaba Robin Hood era infalible, que se liga mejor con los poemas de Neruda y que el conde de Montecristo es el portador de algo tan sagrado como la vocación de la venganza, el mejor de los instrumentos políticos en estas tierras.
Escribimos desde el lugar que nos ha escogido y que hemos decidido nuestro, desde una ciudad cuyo nombre evoca temblores, represiones, gloriosas luchas populares y que a veces nos parece el último reducto de las pasiones en un planeta descafeinado y light.
No necesitamos una cuota extra de exotismo para que nuestros lectores nos quieran, compartimos con ellos el amor por cosas reales o inventadas, como el Ajusco al atardecer, la lluvia torrencial estimulada por Tláloc, el color escarlata de los cielos, el penacho de Moctezuma, los maratones de barrio, los personajes que se cortan las venas por amor, los puestos de comida callejeros a la salida del Hospital General, la rumbosa marcha de las obreras de Medalla por Reforma, segundos antes de que las reprimieran, la sensación de que un libro es tan útil como una hamaca en la selva amazónica peruana o la idea de que el sexo es una fiesta peligrosa.
Escribimos en una ciudad en la que sólo son inmutables la virgen de Guadalupe y el osito bimbo, en su eterna falacia virtual, los 40 ladrones de Alí Babá que cobran cheque en la tesorería federal y la certeza de que ni el futbol ni la lotería, ni el voto manchado por el fraude nos harán justicia.
Escribimos sonriendo cuando recordamos que nos hemos hecho una camiseta en cuyo frente reza: “Nacidos para perder”, pero a la que sagazmente le hemos puesto en la espalda: “Pero no para transar”. Y que la camiseta de tantos años de lavarla luce sus letras orgullosamente deslavadas.
No pedimos más de lo que ya tenemos: la posibilidad de escribir y que nos lean.
Y narramos por tanto, desde la feroz y divertida rabia de los que han perdido el avión tantas veces y en tantos aeropuertos, que empiezan a recobrar el sentido del viaje.
*Discurso pronunciado ante la ALDF, tras recibir la medalla.