Ofelia o la madre muerta
Si la intención de Marco Antonio de la Parra fue presentar el delirio de una joven anoréxica, momentos antes de su suicidio, en la que los personajes de Hamlet, la tragedia de Shakespeare, están en su mente y no en la realidad de un hospital psiquiátrico (“cree que somos los reyes de un país nórdico” dice Claudio convertido en director del hospital) las intrusiones que María Morett hace con textos suyos –Agua– y el montaje mismo de Ofelia o la madre muerta convierten el caos de la mente de la muchacha en un caos escénico en donde nada de esto se advierte. Supuestamente, Ofelia sufre la muerte de su madre y se niega a comer como un elemento autodestructivo ante la pérdida y como rechazo a cuantos la rodean, un poco como pugna generacional frente a la autoridad, uno de los temas recurrentes del autor y psiquiatra chileno del que tenemos muchas noticias por escenificaciones de sus obras y por Cartas a un joven dramaturgo que conocemos en edición de El Milagro/Rana.
De la Parra propone que el dramaturgo debe correr riesgos y ello hace con mayor o menor fortuna en una larga trayectoria que se inició durante la cruel dictadura pinochetista, lo que ha marcado su escritura y de lo que no escapa esta obra. Ofelia, la rebelde, es sacrificada, mientras el estudiante de medicina que quiere ser cirujano plástico, Hamlet, termina por complacer a Gertrudis y Claudio. Los planos del delirio de Elsinor y de la realidad plasmada en el hospital psiquiátrico no logran percibirse en este montaje, a pesar de que se ofrecen datos de realidad-irrealidad como es que Polonio se levante tras ser muerto por Hamlet para continuar sus acciones en la clínica y ante la agonizante Ofelia.
Son varios los problemas para que esto ocurra. El principal, el tono pseudo onírico que María Morett impuso a la escenificación, en donde las dos realidades, la auténtica del –psiquiátrico con personajes duros e intransigentes que sólo piensan en el éxito y el dinero– y la de la obra shakespereana que se desarrolla en la cabeza de Ofelia. Resulta totalmente innecesario el desdoblamiento de la muchacha en dos que no logra delimitar los planos. La una, en un afortunado, ese sí, pozo en forma de rectángulo central cubierto de agua –que de inmediato nos retrotrae a la muerte del personaje de la tragedia–, la otra casi todo el tiempo colgada de una soga desde la que hace algunas piruetas circenses. La escenografía de la propia directora y coautora, se complementa por un simbólico refrigerador lleno de manzanas que nos habla de la falta de alimentación a que la joven se somete, dos sillones de oficina que recuerdan malamente a la clínica y una escalera de la que cuelga la madre muerta encarnada por la mezzosoprano Verónica Alexanderson que entona inoportunas arias (Mahler, Mackennit, Schubert, Haendel, Verdi, Vivaldi, Faure, Monteverdi, Cano, Purcell) que, a pesar de su belleza, impiden escuchar la de por sí débil dicción de las dos Ofelias.
Estas arias son una muestra de lo presuntuoso del montaje de una directora que no supo –o no quiso– leer un texto que, sin ser eminente, permite un juego de realidades –no en balde el autor es psiquiatra– que aquí se embarazan una a la otra hasta no ser reconocibles y diferenciadas.A ello se suma el tono estático que se impuso a los actores, tanto en lo que concierne a la tragedia que se desarrolla en el cerebro de la joven como a las escenas de la clínica. A pesar de la presencia de la bella y talentosa Surya Macgregor en su secundario papel de Gertrudis, cabe decir que las actuaciones son muy deficientes, sin que se adviertan los desdoblamientos de los personajes entre seres de carne y hueso y actantes de la tragedia imaginada, lo que supone un tour de force escénico para actores más capaces o mejor dirigidos. Tanto Imelda Castro como Acoyani Guzmán no logran la frágil dimensión de Ofelia. Mario Balandra como Polonio, Eduardo Cervantes como el peor Hamlet que se pueda ver y Guillermo Henry como Claudio, carecen de ese entrar y salir de ambos mundos que requiere una obra tan fallidamente representada.