Exhibición
Saoul Girardet, un distinguido historiador militar francés, iniciaba sus cursos en el Instituto de Estudios Políticos de París, con una frase escrita en el pizarrón: “Todos corremos el riesgo de ser fascistas”. El impacto era enorme porque sus estudiantes sabíamos que durante la guerra de Argelia, Girardet había sido miembro de una organización terrorista, la OAS (Organización del Ejército Secreto) de extrema derecha que luchaba contra la independencia argelina. La afirmación debía interpretarse como una crítica al uso abusivo de la palabra “fascista” que se utilizaba no sólo para denunciar, sino para insultar prácticamente a cualquiera. La aplicación indiscriminada del término a toda persona o acción medianamente autoritaria relativiza los comportamientos, pero sobre todo, vacía de contenido una palabra cuyos significados históricos e ideológicos son muy puntuales. Entre otras cosas significa el culto de la violencia como una experiencia estética, la negación del individuo, el principio supremo del líder, el desprecio por la razón y por la inteligencia. No obstante, además de buscar precisión, Girardet también intentaba exculparse: si cualquiera puede ser un fascista, entonces ser fascista es humano, como errar es humano; por consiguiente, no es tan grave. Perdón, profesor Girardet, pero no es cierto.
Tampoco es cierto que el ejército nazi sea comparable al ejército estadunidense, y todavía menos a ricos mecenas, o a Carlos Salinas y fiesteros mexicanos. La instalación Cantos cívicos con que se inauguró el Museo Universitario de Arte Contemporáneo (MUAC) induce esta desafortunada asociación cuando ofrece una galería de fotos de oficiales nazis, amables y sonrientes, que se continúa con una exhibición de marines y soldados estadunidenses (por cierto, menos amables y menos sonrientes), seguida de las imágenes de extranjeros elegantemente vestidos (cuyos nombres son: Schapiro, Rothenberg, Blavatnik, Rotschild, Mangold), y de grupos de mexicanos en compañía de Salinas. En el ingreso al supuesto laberinto donde se inicia el recorrido hay una advertencia: “La iconografía nazi en esta obra no es una apología, por el contrario, con ello y sus asociaciones el artista representa y denuncia los abusos de esta ideología”. (¿Abusos?, y ¿por qué no crímenes?)
El problema, como me hicieron notar Denise y Arturo, dos jóvenes sicólogos con quienes visité la instalación, es que esta vaga advertencia es la única pista que tenemos para interpretar la obra, de suerte que establecemos la asociación que se nos sugiere, y que no es más que la reproducción de un lugar común: el capital internacional y el nacionalsocialismo, signos de pesos, suásticas y falos. La denuncia no es tanto contra los nazis, sino contra el poder y el dinero, como si todo fuera lo mismo. No hay ninguna referencia a los campos de concentración ni al Holocausto, que son consustanciales al nacionalsocialismo, mucho más que el dinero. Una denuncia explícita habría incluido esa información, pues entre los jóvenes visitantes hubo uno que me dijo que todo eso era “anecdótico”, que la verdad nunca se ha sabido si es cierto que 6 millones de judíos fueron exterminados.
Dice la presentación de la instalación Cantos cívicos que los colocadores fueron asesorados por las facultades de sicología y de veterinaria. De esta última provienen las muestras de animales disecados que se exhiben, entre ellos 30 ratas repugnantes, y que al lado de cabezas de venado y águilas disecados, y muñequitos con traje tirolés, pretenden reproducir el folclor bávaro. Es una lástima que no se hubiera pedido también a las Facultades de Filosofía y de Ciencias Políticas que intervinieran. Su participación tal vez habría evitado una exhibición de insensibilidad e ignorancia que no debería tener lugar en un espacio universitario, a menos de que hubiera estado acompañada del tajante repudio que hace falta. Tal como está es excluyente y ofensiva para muchos universitarios y mexicanos. Una profesora de ética habría explicado que la maldad absoluta no admite equívocos, tiene que ser condenada directamente.
El nacionalsocialismo, “el único mal verdaderamente diabólico” que conoció el siglo XX, dice Carlos Fuentes, fue una experiencia única e incomparable; también el Holocausto. Historiadores y politólogos habrían insistido en la naturaleza monstruosa, y por eso excepcional, de estos episodios aterradores. Presentarlos, según nos dijo un guía, como “algo actual”, que “puede volver a ocurrir”, es manipular la historia.
Ana Frank, quien murió en el campo de exterminio de Bergen-Belsen en marzo de 1945, tuvo que esconderse con su familia de los nazis, que se habían propuesto exterminar a todos los judíos –pobres y ricos– por razones religiosas y culturales. Escribió un diario que muchos leen como si fuera el recuento de una adolescente atormentada; pero esto tampoco es cierto: la experiencia de Ana Frank no es universal. Fue perseguida y asesinada porque era judía, y por ninguna otra razón.
A Bernardo Minkow, a su duelo