Autocensura
Juan Carlos Vives es uno de esos hombres de teatro que no se conforman con un solo rubro del mismo. Muy conocido como actor, en su primera incursión en la dramaturgia (Un pañuelo el mundo es) ganó el premio de Dramaturgia Joven Gerardo Mancebo del Castillo en 2003. Fundador de la Liga Mexicana de Improvisación, también se ha desenvuelto en ese rubro y lo mismo incursiona como director, con poca fortuna en la escenificación de su primera obra pero ahora mucho más afinado su instrumento con esta segunda, Autocensura, que esperamos extienda temporada el año venidero ante la entusiasta acogida de un público mayoritariamente juvenil que es al que parece dirigirse o, por lo menos, al que servirá de punto de reflexión.
Si la peor forma de censura es la autocensura, como afirma el autor, en este texto suyo la propuesta es llevada a sus mayores extremos. Planteada al principio y en apariencia como una clásica comedia de enredos (A ama a B, B ama a C, C ama a D, etcétera), el juego que entabla el dramaturgo con sus personajes se va dosificando poco a poco en la interiorización de sus pensamientos y en los cambios espacio-tiempo hasta que se llega a un ritmo que raya en el absurdo, sin serlo, porque es la expresión de lo que pudo o no ser en las relaciones. Si en la primera escena entre Andrea (Micaela Gramajo) y Ricardo (Erwin Veytia) se hace evidente la autocensura de ambos personajes, el uno esposo de Laura (Violeta Sarmiento) y la otra su mejor amiga, que al caer en apasionado trance se apartan y reinician la escena con el primer diálogo pero continuando con una conversación intrascendente, lo mismo se va repitiendo en cada escena, ya sea entre marido y mujer, entre Andrea y Mario (Américo del Río) o entre éste y Laura, cada vez sosteniendo una posible relación diferente a las inicialmente planteadas hasta la condensación que el tiempo sufre en la escena en que se habla de supuestos hijos, un niño y una niña, cada uno de uno de los personajes con otra pareja.
El dramaturgo no intenta jugar con las paradojas de tiempo y espacio que se dan, aun para los no sapientes y por referencias de los que sí saben, en la física cuántica. Su intención es moverse entre sueños y deseos de sus personajes y mostrar lo que el destino hubiera procurado a cada uno de no haber mediado la censura que impusieron a sus propios sentimientos, posiblemente por respeto a un tercero, posiblemente por la comodidad de no enfrentar cambios decisivos en su vida: eso lo deja a la interpretación de los espectadores. El hecho es que Vives demuestra una gran capacidad en sus recursos de dramaturgo en este buceo por las pulsiones humanas y también por las posibilidades de la estructura dramática no aristotélica, haciendo reír por la comicidad de algunas escenas y diálogos y también –ojalá– haciendo pensar por el tema tratado.
En un espacio escénico diseñado por el también iluminador Mario Eduardo D’León y con la música original de Paco Vives, Juan Carlos Vives muestra un gran salto hacia la calidad como director. Con sólo un par de sillas que se colocan de diversas maneras, se ofrecen los ámbitos requeridos por cada escena –un café, la casa de Laura y Ricardo, un cine, etcétera– que son dados por el texto mismo y la actoralidad de sus intérpretes, en lo que también se advierte su mano de director. Está esa capacidad de los actores de volver en el tiempo de una escena apasionada, ya sea erótica, ya sea de acre disputa, a la indiferencia tranquila de la conversación amistosa. Están los diálogos interumpidos por el otro, como la chispeante escena de la salida del cine de Andrea y Mario en que hablan de la admiración que sienten por una actriz, en determinada escena, sin que ni la una ni la otra se den a conocer, pero que cuenta con la verosimilitud de cualquier plática tras ver una película. Está también la escena de Laura interrumpiendo su conversación con Mario para gritar advertencias a su supuesta hija. Este buen oído del dramaturgo para el lenguaje común y esta reinterpretación de la vida real contrastan gratamente con un texto nada realista.