A la mitad del foro
■ El valido del Vaticano
Ampliar la imagen Luis Felipe Bravo Mena, nuevo secretario particular de Felipe Calderón Foto: José Antonio López
Pálido rostro y bien cortada barba en el montaje palaciego del relevo de César Nava. Luis Felipe Bravo, valido del Vaticano, hizo escala en Madrid en simbólico homenaje a Pérez, el valido de Felipe II. No vengo a desempeñar labores secretariales, sino a ser corresponsable en las tareas del Ejecutivo, diría quien presidiera el PAN en los años aciagos del foxiato.
Parafraseamos lo dicho por Luis Felipe Bravo, nuevo secretario particular del titular del Poder Ejecutivo de la Unión, que se deposita en una sola persona; responsabilidad que no se comparte. Si los secretarios encargados de despacho pueden ser designados y removidos libremente, mal puede un secretario particular, encargado de la agenda y ocasionalmente del acceso al despacho presidencial, asumir con poses de tribuno el modesto cargo. Así sea venga del Vaticano a la cercanía que da influencia. Fuego fatuo en la mirada, forjado en el Yunque, representativo de la restauración, elevó la mira el señor Bravo: “asumo que usted no me llama a cubrir un empleo, sino a acompañarlo en el cumplimiento de esta apasionante misión”.
Discretamente dejaba la escena el último de los jóvenes turcos que llegaron con Felipillo santo. César Nava dirigió sus pasos al PAN, adonde se anticipó Germán Martínez, heraldo de la victoria, que ha sido derrotado en cuanta contienda electoral ha emprendido Acción Nacional bajo su histriónica y presuntuosa presidencia. Abogado, como Luis Felipe, como Felipe el jefe de ambos, César Nava litigó por la causa del michoacano como adelantado en Pemex; luego, en la Secretaría de Energía, y secretario particular en Los Pinos, bajo el influjo de Juan Camilo Mouriño. La trágica muerte de éste, ya secretario de Gobernación, alteró ritmo y rumbo del cambio en el cambio. Funerales de Estado y la permanencia del icono en la televisión. Felipe Calderón había sentenciado que Mouriño, como el Cid, los conduciría a la victoria después de muerto.
En los corredores del poder se decía que César Nava iría a la casona de Covián. Pero Felipe Calderón conjugó el verbo madrugar y nombró a Fernando Gómez Mont secretario de Gobernación, con posibilidades de recuperar facultades desaparecidas, o desvanecidas por el desuso. También es abogado Fernando Gómez Mont. Con títulos de hidalgo, hijo de fundador del PAN, como Felipe Calderón. Penalista, pero ducho en gestiones legislativas y activo participante, o cómplice, en tareas fundamentales del reformismo que se aceleró con Carlos Salinas, se salió de madre con Ernesto Zedillo y devora sus propias entrañas en el estiaje de la terca realidad.
La encomienda del nuevo secretario de Gobernación es restablecer los conductos políticos entre los poderes Ejecutivo, Judicial y Legislativo; con los gobiernos de los estados de la Unión; con las iglesias. Nada quedó, porque “le quitaron los dientes”, de las funciones de inteligencia política y la Dirección Federal de Seguridad, remedo de Gestapo criolla. Nada. Pero Fernando Gómez Mont no es de los que confunden Secretaría de Gobernación con ministerio del interior. Participó en la reforma electoral, en el primer ensayo de credencial con fotografía; trabajó al lado de José María Córdoba en las reformas que trastrocaron las relaciones Iglesia-Estado, y que no lastraron el laicismo por la tenacidad liberal de José Luis Lamadrid, quien pudo dejar intacto el registro de iglesias a cargo de Gobernación.
Desconcierta que al llegar Luis Felipe Bravo Mena a Los Pinos, Felipe Calderón dijera que sus responsabilidades al frente de la secretaría particular incluirían hacerse cargo de las relaciones interinstitucionales del Poder Ejecutivo con las dependencias de la administración pública federal y con otras instituciones del sector público, privado y social. Pontífice, pues, además de atender la agenda y colaborar con el Estado Mayor Presidencial y la Oficina de la Presidencia en las giras de trabajo. Casi anunciaron la rencarnación del Conde-Duque de Olivares. Y mientras César Nava se incorpora a la cumbre estratégica electoral, refugio de Vicente Fox, llegan del Vaticano anatemas y fríos diagnósticos del desequilibrio emocional de quien enloqueció cuando lo sentaron en la silla presidencial.
Tiempo de impostores y sinvergüenzas. “La República está reunida”, decía la fatuidad del presidencialismo imperial. Hoy celebran conciliábulos de pluralidad para sobrevivir a la amenaza del crimen organizado y sobrellevar a los pretorianos que contienen el caos anarquizante del recuento de muertos y decapitados que ensombrecen las reuniones del Consejo Nacional de Seguridad Pública. Cien días. Distantes de los de Napoleón después de Elba. Distintos del New Deal de Franklin D. Roosevelt y la convicción de crecer de abajo a arriba. Amargos en la convicción de Felipe Calderón: al recibir el poder de manos de Vicente Fox, “México enfrentaba uno de sus más graves momentos en términos de Estado”.
Y más: “estaba doblegado por el poder de grupos criminales que conducían sus actividades delictivas (...) con absoluta impunidad y el Estado no podía cumplir a cabalidad con su obligación de salvaguardar la integridad de las personas y su patrimonio.” Ineficiencia de las policías, crecientes índices de criminalidad. Culpa al mensajero: “y la eficaz estrategia de los medios para asumirse como jueces...” No le faltan razones. La nota roja desplazó a la política de las primeras planas, del sonido y la furia del ágora electrónica. Pero no contribuyeron únicamente “al descrédito de las instituciones de seguridad y procuración de justicia”, fueron instrumento del poder constituido y del dinero para desprestigiar y destrozar a la oposición.
Ante todo y antes que a nadie, al priísmo huérfano y en desbandada; a Cuauhtémoc Cárdenas en el primer ensayo de la televisión como Big Brother; a Andrés Manuel López Obrador y seguidores del movimiento del rayito de esperanza que encarnó en el estratega de Nacajuca. Culpas compartidas estas del mensajero. El legado de Fox fue un Estado doblegado. Los males del cesarismo sexenal, los lastres de la corrupción de aquellos gobiernos y sus cómplices empresariales fueron argumento válido para “sacar al PRI de Los Pinos”. Pero hubo alternancia. Durante su guardia se doblegó el Estado.
La viabilidad del país está en riesgo, es la sentencia severa del general Guillermo Galván, secretario de la Defensa Nacional. Burda y absurda la pretensión de culpar a los ciudadanos, a las víctimas. Las estadísticas mienten siempre. No se puede celebrar ningún avance cuando la mayoría de los mexicanos reclama tranquilidad y seguridad, diría sorpresivamente Fernando Gómez Mont. Bienvenido el sentido común.
La criminalidad en números absolutos será siempre más alta en el estado de México, en el Distrito Federal, en Veracruz; en el número de crímenes por cada 100 mil habitantes, el estado de México está por debajo de la media nacional, reivindicó Enrique Peña Nieto. José Reyes Baeza, gobernador de Chihuahua, reprochó el abuso de esos datos con fines electorales. Y señaló al senador Gustavo Madero, quien reconoció el error.
La alternancia democrática comprobó que la corrupción no es exclusiva del PRI; también se da en el PAN y el PRD, dijo Carlos Fuentes en estos días de homenaje por sus 80 años. A Robert D. Kaplan le dirían que la revolución persa democratizó la corrupción: era exclusiva del Shah y sus allegados; ahora todos participan.