Umbral de riesgos
Las especulaciones sobre el futuro inmediato que aguarda al país han dado un giro insólito en los últimos meses. La guerra incivil contra (y entre) el narcotráfico, la pérdida de institucionalidad de la vida pública, la feudalización de los poderes regionales y, sobre todo, el accidente (¿o el atentado?) que acabó con la vida del secretario de Gobernación han propiciado que ese horizonte de expectativas inaugurado por los cambios del año 2000, que devino en el malestar de la crisis electoral de 2006, se transforme gradualmente en un panorama de riesgos cada vez más consignables.
Al umbral de esos riesgos lo definen hoy dos fenómenos que han acabado por coincidir (o mejor dicho: por conjugarse): la implosión económica (que no cede) y el deterioro del principio de autoridad presidencial. La primera proviene del estancamiento financiero global. La segunda ha cobrado una nueva dimensión a raíz del trágico avionazo en el que perdieron la vida Juan Camilo Mouriño y otros colaboradores del gabinete, o mejor dicho, a raíz de la incapacidad del personal de Los Pinos por convencer a la opinión pública de que efectivamente se trató de un accidente. En política la verdad es irrelevante, lo que cuenta es lo que la gente cree, ese enigma que llamamos creencias. Vox populi, vox Dei.
La crisis que se inició en Wall Street hace varias semanas no sólo no muestra visos de detenerse, sino que empieza a registrar los indicios de una recesión. Cierto, los economistas se equivocaron ya tantas veces, que lo lógico es que vuelvan a hacerlo. Sin embargo, los efectos causados por sus primeras olas ya empezaron a afectar diversas esferas de la economía nacional. En este caso, el orden de los factores sí altera el producto: parálisis económica, declive de la legitimidad del orden público, incapacidad de sostener el principio de autoridad, han sido, tradicionalmente, los factores que preceden a las implosiones políticas. Cierto, la historia difícilmente es obra de la fatalidad.
Los augurios más pesimistas provienen no sólo de quienes se espera que provengan, los sectores más críticos del gobierno actual, sino de quienes son relativamente conscientes de que profetizar un quiebre político crea la subjetividad para que el quiebre suceda. Paradójicamente se trata de muchos de los poderes “fácticos” que hicieron posible el accidentado ascenso de la administración actual en 2006.
¿Cuáles son los riesgos verdaderos? ¿Cuáles son las opciones que aguardan a la encrucijada en la que se suman el deterioro de las condiciones económicas y sociales y la gradual fragmentación del poder político? En realidad sólo existen dos: la emergencia de poderes que cancelen los (de por sí precarios) logros en la esfera de la democratización de la vida pública; o bien, una ruptura democrática a partir de la crisis que afecta el desbalance institucional. Y cabría aquí disentir de quienes sostienen que la primera tiene ya un camino avanzado.
El único hecho que parece predecible en el panorama actual es el retorno del Partido Revolucionario Institucional. EL PRI no sólo ha avanzado en las elecciones locales, sino que se ha convertido, a pesar de encontrarse en minoría en el Congreso, en la pieza axial de los órganos representativos, y posiblemente en una pieza también axial del imaginario público. Pero quien ha allanado este retorno es sin duda el partido en el gobierno.
En rigor, lo que se inaugura en 1988, después del fraude cometido contra Cuauhtémoc Cárdenas, es un gobierno con una coalición a la sombra. Carlos Salinas de Gortari estableció una alianza con Acción Nacional, que le permitió gobernar sin cogobernar formalmente. Esa alianza y ese método prosperaron con Ernesto Zedillo, que incluyó en su gabinete a miembros de la oposición conservadora. Vicente Fox hizo lo mismo: la mayor parte de su política estuvo centrada en preservar la concertación con el PRI, sólo que sumando más puntos a la confusión. Hizo ingresar al gabinete a una parte notoria de la antigua tecnocracia, sin nunca dejar en claro que el PRI estaba cogobernando el país.
Lo que en 2000 fue una política de ocasión, se transformó en una suerte de regla en el segundo gobierno de Acción Nacional.
Por su parte, desde el principio el PRI logra descifrar la forma de cómo hacerse de una parte sustancial del poder nacional sin verse expuesto a los riesgos que significa ser parte del gobierno mismo. Doble ganancia: capitaliza las ventajas de ser el sostén de la “mayoría” (al menos en el Congreso), sin tener que recibir las facturas de las desventajas de configurar el gobierno. Sería equivocado afirmar que las sombras de una regresión provienen estrictamente de sus filas; la regresión ya está en marcha, y se origina en los intersticios de la clase política en su conjunto. ¿Cuál será la forma que adopte? El PRI de hoy no es el de ayer. Las circunstancias en las que se habrá de desenvolver no son tampoco las del pasado.
¿Qué fuerzas podrían provocar un giro que propicie una ruptura democrática frente a la involución actual? Digo ruptura porque habría que preguntarnos si lo que estamos observando es el comienzo del fin de ese pacto a las sombras que surgió en 1988. Se cumplen ya 20 años de esa fecha. Dos décadas son muchas décadas para un país, sobre todo si es regido por un orden en el que nunca se acaba de avizorar el orden deseado.
Acaso sólo una coalición de fuerzas que dejara atrás muchas de las diferencias que volvieron inconcebible su construcción desde el año 2000 podría propiciar una política de ruptura. La gravedad de la situación lo amerita, aunque es difícil imaginarla. Pero las crisis crean sus propias e inéditas presencias. Y muchas veces sin siquiera anunciarlo.