La Muestra
■ La quimera del oro
Ampliar la imagen Escena de la película de 1925 Foto: tomada de Internet
La Muestra Internacional de Cine concluye su programación con una copia restaurada en 35 milímetros de La quimera del oro (The Gold Rush, 1925), segundo largometraje de Charles Chaplin, filmado dos años después de Una mujer de París. Desde 1942 los cinéfilos han tenido que apreciar esta comedia en una versión sonorizada, en la que los intertítulos fueron remplazados por una narración a cargo del propio Chaplin. Esta modificación, huelga tal vez señalar, no ha gozado de aceptación unánime. Comparada esta versión sonorizada con los mediometrajes El chico, de 1921, y El peregrino, de 1923, sólo resta lamentar el añadido de un comentario a todas luces innecesario.
La trama amplía y diversifica las aventuras y tropiezos de Chaplin, el vagabundo, situándolo ya no como personaje solitario en la gran ciudad, sino como un individuo desventurado y hambriento enfrentado a una naturaleza colosal, el territorio hostil de una Alaska filmada en la Sierra Nevada. Hasta ahí ha llegado gran cantidad de personas, aventureros y exploradores, también algunos prófugos de la justicia, en busca febril de oro, a partir del descubrimiento en 1896 de los yacimientos del Klondike.
Chaplin es el explorador solitario que, antes de lograr una fortuna tan súbita como accidental, queda deslumbrado por una bailarina (Georgia Hale) que juega con sus sentimientos. Las secuencias cómicas son memorables. Hay el festín del menesteroso en una cabaña, en el que Chaplin adereza con meticulosidad de gurmet la suela de uno de sus zapatos, degustando las agujetas como si se tratara de espaguetis, para luego ser visto por su compañero alucinado como un pollo suculento y ser correteado. Hay también escenas a orillas de precipicios, con Chaplin perseguido por un oso a lo largo de un desfiladero, o en compañía de su cómplice Jim McKay en una cabaña al borde del abismo, en una delirante danza de contrapesos para mantener un equilibrio precario.
Aunque la película tiene como primer escenario el de las montañas nevadas de la célebre fiebre del oro, lo mejor de la acción transcurre en espacios cerrados (una taberna, la cabaña, un salón de baile), como si las limitaciones de espacio fueran indispensables para el mejor lucimiento de la coreografía del cómico, como en su manera incómoda de cortejar en el baile a la bella Georgia, mientras un lazo de perro que le sirve de cinturón le impide liberarse del animal que trae atado.
Se esboza ya en esta cinta el perfil del enamorado desdichado, solitario frente a la adversidad, solitario también en el juego de una pasión no correspondida. Sin alcanzar todavía, ni remotamente, la sobriedad dramática de Luces de la ciudad (City Lights, 1931), apoteosis del autoengaño sentimental, La quimera del oro es una muestra muy sólida del talento narrativo y de la astucia humorística de Charles Chaplin, primer explorador fílmico de las quimeras amorosas.