Asientos delanteros
La primera vez que oí hablar de Barack Obama fue en una seductora crónica de Bernard Henry Lévy publicada en la revista Atlantic en mayo de 2005, “Tras las huellas de Tocqueville”. Al cumplirse dos siglos del nacimiento de Alexis de Tocqueville, Lévy había hecho el año anterior un viaje de reconocimiento a través de Estados Unidos, por los mismos territorios que su compatriota, y desviándose de su ruta prevista se fue a Boston para estar presente en la convención demócrata que eligió a John Kerry, en julio de 2004, candidato a enfrentarse a la relección de George Bush. Kerry no resultaría electo presidente, pero Obama ganaría el asiento de senador por Illinois. Toda una novedad. El único senador negro en el Capitolio.
Un negro extraño, a quien su rival en la carrera por el Senado, otro negro llamado Alan Keyes, acusaba de no ser suficientemente negro. Un negro que ni siquiera venía del sur profundo, tierra de esclavos, y tampoco tenía ancestros esclavos, hijo de un africano y de una blanca, alguien a quien en el Caribe llamaríamos un mulato. Ha cuadrado sus orígenes, y se ha despojado de toda identidad, dice Lévy. ¿Quién es este negro blanco?, se pregunta con dejo irónico. Un Clinton negro, se responde. Y uno no puede dejar de recordar que Toni Morrison, con apasionada compasión, dijo una vez que Clinton había sido tratado como un presidente negro, cuando un fiscal de vestiduras puritanas lo perseguía de manera implacable por causa de un aguado affair amoroso.
Obama cuatro años atrás, a los ojos de un filósofo francés que se ha puesto los zapatos de Tocqueville en busca de explorar Estados Unidos contemporáneo, y como buen francés, austero de modales y temeroso del ridículo, sufre de vergüenza ajena al ver a los convencionales demócratas reunidos en el Fleet Center ensombrerados con réplicas de cabezas de mulas, el símbolo de su partido, y rascacielos que recuerdan a las Torres Gemelas derribadas por un ataque terrorista. Pero a la medianoche, cuando Obama sube al podio para pronunciar su discurso, Lévy se olvida de los sombreros de carnaval para apuntar el ligero paso de danza con que camina por el escenario bajo la luz de los reflectores, la sabiduría de los gestos histriónicos, en los que calcula todo, “la más ligera de las entonaciones debidamente calibrada, y aparentando improvisar hasta los suspiros”.
Pero es un discurso donde ya está allí desde entonces el mensaje que habría de seducir a millones de ciudadanos de todo color y tamaño cuatro años después, y cuyo tono religioso desagrada a Lévy, que se confiesa un francés acostumbrado a las grandes disputas políticas, y encuentra las palabras de aquel “negro blanco” “desesperadamente acomodaticias” cuando dice que no hay un Estados Unidos negro, ni un Estados Unidos blanco, ni un Estados Unidos latinoamericano, ni asiático, que sólo hay los Estados Unidos de América.
Pero no eran palabras de un decorado retórico las que Lévy escuchó con desdén, sino un detonante, cuando pocos pensaban en Obama para presidente. Y su virtud ecuménica se halla otra vez en el formidable y ya célebre discurso sobre la raza que pronunció en Filadelfia el 18 de marzo de 2008, para salir al paso de las incendiarias declaraciones del pastor negro de su propia iglesia, el reverendo Jeremiah Wright, que amenazaban con hundir su campaña para ganar las primarias. Otra clase de racismo, el racismo negro, que asustaba a los potenciales votantes blancos.
Obama no eludió entonces el tema de la discriminación y de la desigualdad racial de que históricamente han sido víctimas los negros en Estados Unidos, pero desmintió que se tratara de una cadena perpetua, y dijo que en la dinámica de los nuevos tiempos, si el cambio debería venir para los negros, también debería venir para los demás grupos raciales en Estados Unidos; otra vez, y siempre, la respuesta ecuménica: “podemos tener diferentes historias, pero tenemos esperanzas comunes; podemos lucir diferentes y podemos venir de lugares diferentes, pero todos queremos avanzar en la misma dirección”. Hablaba no desde una ausencia de identidad, como lo juzgó Lévy, sino desde la identidad de todos.
La noche de julio de 2004 en que se encuentran en el vestíbulo del hotel de Boston, Obama le ha dicho a Lévy que nunca se debe ir más rápido que la música, que Estados Unidos es un país de carreras meteóricas, pero efímeras, y que a lo mejor su esplendente discurso en la convención sería olvidado, porque el mes entrante otro estaría bajo las reflectores. Pero Lévy advierte que no está hablando en serio, y que con su postura de marcar la distancia de cualquier grupo racial, algo importante puede ponerse en juego. ¿Será Obama el primer negro en entender, se pregunta, que en lugar de usar la culpa, como víctima, debe usar la seducción, la esperanza en lugar del reproche? ¿Sería aquel el comienzo del fin de las ideologías basadas en la identidad racial?
No la ausencia de identidad, en lo que Lévy se equivoca, sino la búsqueda de una síntesis trascendente, escuchando primero la voz de la historia. Por eso en su discurso de Filadelfia sobre la raza cita a William Faulkner, el gran novelista blanco del profundo sur de los esclavos negros. “El pasado no está muerto ni enterrado”, dice Faulkner. “De hecho, no es ni siquiera pasado.” Y el mismo Obama advierte entonces que tenemos que cargar con nuestro pasado sin convertirnos en víctimas de ese pasado. Y que los sueños de uno no tienen que realizarse a expensas de los sueños de los demás.
Es Rosa Parks, la costurera negra, la que habla ahora, sentada por fin en las filas delanteras del autobús que recorre las calles de Montgomery.